Como vimos en un relato anterior, resulta difícil evaluar el número exacto de mexicanos o de franco-mexicanos que atravesaron el Atlántico para pelear por Francia en el primer conflicto mundial. No debemos olvidar además que, cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, en Abril de 1917, estaban muy lejos de estar preparados. Sus fuerzas armadas sólo alcanzaban unos 100,000 hombres. Tuvieron que reclutar masivamente, y miles de voluntarios de origen mexicano ingresaron las filas del ejército norteamericano, para mejorar su situación u obtener la nacionalidad. A falta de estudios históricos serios, se desconoce su número y su estatus exacto, pero se cita con frecuencia la cifra de 5,000 hombres.
Las autoridades se dieron rápidamente cuenta que numerosos voluntarios no hablaban inglés o eran analfabetos. Además, la jerarquía militar manifestaba poco interés para su origen, y encontraba dificultades para diferenciar los chicanos de los indocumentados en busca de reconocimiento, de los portorriqueños y los miembros de otras comunidades, entre ellos los cubanos. Los apellidos hispánicos no permitian diferenciar los mexicanos de los demás hispanófonos.
Lo único que importaba era entrenarlos para los combates. Después de unos meses de esfuerzos inútiles para formarlos correctamente, los agruparon según su idioma, bajo el mando de oficiales que hablaban español. Muchos latinos, entre ellos mexicanos, recibieron así un entrenamiento, muy insuficiente por cierto, de tres meses en el Camp Cody, Nuevo México. Se sabe que para unos 600 mexicanos o chicanos, Camp Cody resultó la primera y única etapa antes de su salida al combate.
Las historias de los soldados latinos o mexicanos son particularmente escasas. De unos 5,000 soldados, sólo nos queda una decena de nombres. De vez en cuando, sale un nombre de los archivos como Epigmenio G. García, un voluntario de Tejas, que sabe escribir en inglés. También destaca el sargento Miguel Barrera, del 141° regimiento de infantería. Nacido en Laredo, sabía leer y escribir, y por eso se encuentró al mando de una compañía de soldados inexperimentados. Escribe en una carta: « Podía escuchar y ver el polvo de las ametralladoras mientras veía caer mis compañeros alrededor. Cuando alcanzamos nuestro objetivo, cavamos trincheras y sólo quedaban ocho hombres de nuestro grupo…”
El soldado David Bennes Barkley, de Laredo (Tejas), era hijo de un norte-americano y de una mexicana. Para poder pelear, se enlistó bajo el nombre de su padre, y sirvió en el 256° regimiento de infantería. Perdió la vida en un combate, pero su heroísmo le valió a titulo póstumo una condecoración francesa, otra italiana y la Medalla de Honor norteamericana. Es el único latino que la recibió. Años más tarde, también se propusieron, sin éxito, para esta prestigiosa recompensa otros dos chicanos, Rafael Peralta y Guy Louis Gabaldon. Nicolás Lucero, un joven de 19 años oriundo de Albuquerque, recibió la Cruz de Guerra francesa.
El soldado raso más condecorado de Texas fue Marcelino Serna, un mexicano indocumentado. Nacido en 1896 en la colonia minera de Hacienda Robinson (Chihuahua), cruzó la frontera en 1916, y fue reclutado en Denver por error. Cuando las autoridades militares se dieron cuenta que no era norteamericano, le propusieron regresar a la vida civil y no aceptó. Sirvió en la 89ª división, como muchos latinos, y resultó herido cuatro días antes del armisticio. Participó en numerosos combates, en Verdun, Saint Mihiel, donde ganó varias condecoraciones, entre ellas la Distinguished Service Cross inglesa, el Purple Heart, la Croix de Guerre, las medallas de Saint Mihiel y de Verdun, la Medalla militar francesas, el Merito di guerra italiano. Pero, por indocumentado, no se le atribuyó la Medalla de Honor norteamericana. Sólo obtuvo la nacionalidad americana en 1924, y murió en 1992, casi olvidado.
Al regresar de la guerra, donde no todos pelearon (sabemos de un tal sargento Joe Benavides, trabajando como cocinero), la mayoría de ellos cayeron en el olvido. Ni siquiera se dispone a la fecha de un registro correcto de sus nombres ni de su origen, salvo en casos excepcionales. Sólo quedan escasas huellas de su historia. El soldado raso José de la Luz Sáenz (1888-1953) era escritor y maestro en Dittlinger, Texas, y dejó por suerte un relato de sus experiencias. “Nuestro sacrificio en los combates era nuestro último acto de protesta en contra de un grupo específico de ciudadanos mezquinos que nunca han podido deshacerse de sus prejuicios.”