*Hace unos días murió Charles Aznavour, la música está en silencio, de luto, y Venecia se quedó sin él. Descanse en paz. Camelot.
Suelo leer casi a diario, de lunes a viernes, al gran escritor Raúl del Pozo, el mejor de España, aquel que cubrió el puesto del gran Francisco Umbral en el diario El Mundo, en la contraportada, donde escriben los grandes. Es una delicia leerlo, como lo es a Manuel Vicent y Juan Cruz, Almudena Grandes, Savater, Leila Guerreiro, Juan José Millas, Pérez Reverte, aunque éste no en las páginas del País, y otros; a todos ellos les aprendo un poquito cada día, porque en este oficio de escribir no termina de aprenderse, no termina uno de convencerse que, para aspirar a cosas más grandes, hay que leer y leer y leer, es el único aprendizaje sobre la tierra. Lo dijo Borges: ‘Uno es lo que es por lo que lee, no por lo que escribe’. Y comparto una de Raúl del Pozo sobre la libertad de expresión, a su estilo, a su manera, del amigo personal del empresario cordobés, Domingo Muguira Revuelta, quien se da el lujo cada vez que va a España de llevar a Raúl del Pozo a Marbella o a dónde se le ocurra, a su paseo anual, o a jugar golf. Va:
EL JUEZ DE LA HORCA
“En El juez de la horca, Paul Newman, en el papel de Roy Bean, le dice a un granjero: “Contesta perro, ¿Mataste a un chino?”. El granjero responde: “Sí”.
El juez pregunta: “¿Tienes algo que alegar antes de que te ahorque?”.
El granjero replica: “Ninguna ley dice que no pueda matarse a un chino”.
Los chinos en el salvaje Oeste eran los esclavos de los esclavos; los linchaban sin juicio. Ahora Donald Trump, con su ley al Oeste de Pecos, le gustaría tratar a los periodistas como a chinos, peor aún que a los mexicanos; su estilo se extiende por el mundo. El odio a la libertad de prensa ya no se exhibe sólo en los países de la teocracia o las dictaduras, sino en las democracias más avanzadas. Trump, que llegó a ser presidente de Estados Unidos a pesar de la hostilidad de los medios, dice que los periodistas son los enemigos del pueblo, los seres humanos más deshonestos de la tierra y publican noticias asquerosas y falsas. Califica al NYT de “fracasado” y de ser el partido de la oposición. Vivimos malos tiempos para la lírica de aquella la libertad de prensa como pilar, base, columna de la democracia. La revolución digital, las redes nuevo cuarto poder, la decadencia del papel del papel, la doble crisis de los medios escritos también ha llegado a España donde se agrava con la manipulación política, mezquinamente fanática y sectaria. Todos los políticos del signo que sea siguen haciendo purgas en los medios públicas cuando llegan al poder y tratan a los tertulianos como a chinos del ferrocarril. Y éstos tragan. Los políticos necesitan plumas y torsos dóciles y serviciales; pasan de esa sutileza, según la cual es más útil un periodista obediente aunque no sea de tu cuerda, que un rebelde de tus siglas. En las crisis de Gobierno lo primero que se cambian son los tertulianos. Llaman ‘nueva dirección’ a los censores que llegan, cesan a los bocones del anterior Gobierno por email, diciéndoles que ‘no encajan en la nueva estructura’. La libertad de prensa no es más que una palabra y los periodistas carecen de derechos. Firman contratos por semana, y cada año les pagan menos, porque hay miles de parados esperando chupar cámara, aunque sea por la patilla, por la cara. Llevamos a cuestas el sectarismo rastrero de los gobernantes. Decía Ortega que la vida pública española solía andar mal, pero tenía una sociabilidad natural, una y libre conversación; por eso, siempre ha sido tan difícil que haya Estado y, en cambio, que sea imposible que no haya tertulias. Ahora las hay, pero trucadas, al servicio del poder de
turno.
LAS MUERTES DE ORTEGA Y PIO BAROJA
Ahora releo el libro ‘Aguirre El Magnífico’, del gran Manuel Vicent, extraigo una anécdota de la muerte de Ortega y Gasset y del gran Pio Baroja. Va: Había muerto Ortega. La noticia llegó muy pronto a Múnich. El padre Félix García, experto en arrancarles la última aterrada confesión a los intelectuales descreídos, había entrado en la alcoba del agonizante, en la calle Montesquinza, había permanecido media hora allí envuelto en el misterio y al salir no respondió a la pregunta capital: ¿Ortega se había confesado, había recibido la extremaunción, le había untado el calcañar con el sagrado aceite para que pudiera volar al cielo?. En los corrillos de la universidad no se hablaba de otra cosa. También había muerto Baroja en su casa de la calle Ruiz de Alarcón, pero esta vez el padre Félix García se encontró con el sobrino Julio Caro apalancado en la puerta con los brazos en cruz impidiéndole la entrada. En plena agonía el escritor Castillo-Puche había llevado al lecho de la muerte al gran Hemingway, donde Baroja ya tenía perdida la memoria bajo el gorro de lana. Al ver a aquel gigante de barba blanca en su habitación sólo interesado en hacerse una foto, Baroja preguntó: “¿Quién es ese señor de la sonrisa de arroz con leche?”. Alguien le dijo al Obispo Leopoldo Eijo que fuera a confesar a su compañero de la Real Academia. El Obispo de Madrid respondió: “No voy. Que muera como ha vivido”.
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