Cuenta el divino Homero, en la rapsodia 24 (la última) de la Ilíada que, cuando Héctor, el hijo de Príamo, rey de Troya, fue muerto por Aquiles, que de esta manera cobraba venganza de la muerte de su amigo Patroclo a manos de aquel, el furibundo Aquiles hizo lo que ningún griego, ciudadano o plebeyo, se habría atrevido a hacer.
Para los griegos de aquellos siglos, cuando alguien moría, fuera de muerte natural o en medio de una batalla, el cadáver conservaba su dignidad y debía ser tratado con sumo respeto, facilitar el duelo de sus familiares y amigos y proporcionarle noble sepultura. Este rito sagrado fue conculcado por el furibundo Aquiles («el de los pies veloces»), hijo de la diosa Tetis, cuando decidió intervenir en la guerra de Troya, de la que había permanecido alejado por su enfrentamiento con Agamenón, el comandante en jefe del ejército aqueo.
Dice Homero que, en el noveno año de la guerra entre aqueos y troyanos, cuando ambos ejércitos estaban hasta la coronilla del pleito iniciado por el secuestro (o fuga) de la bella Helena a manos de Paris-Alejandro, hermano de Héctor («de tremolante casco»), este también decidió intervenir en la batalla y enfrentar a Patroclo, amigo de Aquiles, a quien dio muerte a pesar de ir ataviado con las sagradas armas de este. Esto enfureció a tal grado a Aquiles que, ataviado con nuevas armaduras elaboradas por el cojitranco Vulcano, persiguió a Héctor para matarlo. El corazón de este, dice Homero, al ver al terrible Aquiles, desfalleció y huyó y su adversario lo persiguió durante tres vueltas que dieron a las murallas de Troya.
Finalmente, aun contando con la protección del dios Apolo, Héctor fue alcanzado. «¡Ay de mí!, exclamó, ¡Me resulta obvio que esta es la hora de mi muerte! Pero no caeré sin gloria». Así y todo, suplicó a Aquiles: «¡Perdona a mi cuerpo! ¡Deja que mis padres lo rescaten y que reciba los ritos funerarios por parte de los hijos e hijas de Troya!». Por supuesto que la ira fue más fuerte que el respeto a la tradición, y Aquiles lo despidió con estas no tan suaves palabras: «Perro, no nombres ni rescate ni piedad a quien has causado tan cruel desgracia. Nada salvará tu cadáver de los perros. Aunque me ofrecieran veinte rescates y tu peso en oro, rechazaría todo».
Dicho esto, amarró de los pies al moribundo a su carro y lo arrastró incontables vueltas en torno a las murallas troyanas, en donde todos, incluyendo a su anciano padre Príamo y a su esposa Andrómaca («la de brazos de nieve»), contemplaron horrorizados el triste espectáculo.
Fue tanto el dolor de aquel padre, herido y humillado al ver a su hijo muerto y, contraviniendo el rito sagrado, arrastrado sin piedad, sin atender las súplicas de su esposa Hécuba decidió presentarse ante el soberbio Aquiles y pedirle le devolviera el cuerpo de su querido hijo. Desafiando el inminente peligro que corría, el anciano padre atravesó el campamento aqueo y se presentó ante Aquiles. El viejo rey se arrojó a los pies de Aquiles, le besó las manos asesinas, y le habló con estas tristísimas palabras, como no parece que haya otras más dolorosas en toda la literatura universal:
«Acuérdate de tu padre, oh Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo, y ha llegado a los funestos umbrales de la vejez. Quizá los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien lo salve del infortunio y la ruina; pero al menos, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después de que engendré hijos valientes en la espaciosa Ilión, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diez y nueve eran de una misma madre; a los restantes, diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más, el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí y defendía la ciudad y a sus habitantes, a ese tú lo mataste poco ha mientras combatía por la patria, a Héctor, por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, con un cuantioso rescate, a fin de redimir su cadáver. Respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; yo soy más digno de compasión que él, puesto que me atreví a lo que ninguno otro mortal en la tierra: a llevar a mis labios la mano del matador de mis hijos». (Trad. de Luis Segalá y Estalella)
Como hombre digno, aun en su furia, Aquiles se conmovió ante los blancos cabellos y las lágrimas del anciano, lo levantó del suelo y le concedió devolverle el cadáver de su hijo. Él mismo lo colocó sobre una litera y lo cubrió con dos capas y una túnica para que no fuera transportado descubierto en su retorno a Troya para los debidos honores de héroe.
La lección está escrita.
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