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Vox populi

En el año 490 a. C., 600 naves y doscientos mil soldados persas se asomaron a las puertas de Grecia. Solo Platea, una pequeñísima ciudad-estado, se unió a los atenienses comandados por Milcíades, un gobernante que les cayó del cielo cuando más lo necesitaban, es decir, cuando la patria está en peligro. Con 20 mil soldados tuvo que enfrentar la invasión.

El día de la batalla, en la llanura de Maratón, Milcídades aplicó el descubrimiento que había hecho de los persas: eran buenos individualmente pero no en equipo. En la batalla, los griegos perdieron casi 200 hombres y las huestes de Darío siete mil. Bueno, eso dicen los historiadores griegos… Lo cierto es que un griego pasó a la historia por su gran osadía: Fedípides corrió sin descanso desde Maratón hasta Atenas a contar la sorprendente victoria, y en el esfuerzo sus pulmones reventaron.

Milcídades llegó a Atenas henchido de orgullo y de ambiciones: exigió a los atenienses setenta naves. Los extrañados atenienses se las otorgaron y con ellas fue a Paros y allí exigió una camionada de monedas. Pronto se supo que el valiente y ambicioso general con aquellas naves y aquellos dineros se quería cobrar el servicio que había prestado a sus súbditos. Por fortuna, el gobierno le escatimó la mitad de aquella fortuna y, tal vez del coraje por la «injusticia» que le cometían, murió son devolver un centavo.

En su lugar, los atenientes eligieron a un hombre muy singular en la historia: Arístides. Y lo eligieron porque un actor, en un teatro, haciendo referencia implícita a él, lo describió como «él no pretende parecer justo sino serlo. De su alma no germinan más que sabiduría y prudencia». Como, además, eran un buen general, los atenienses lo encumbraron como el máximo estratega. Lo cierto es que Arístides sí era un hombre justo, sabio y honrado. En la batalla de Maratón fue encargado de custodiar los tesoros obtenidos por el ejército en el combate, y Arístides los entregó intactos, completitos, al gobierno. Asimismo, fue elegido para custodiar un fondo estratégico que los aliados habían formado para poder enfrentar los acosos de los persas. Además de honrado, era ferviente defensor de la democracia y enemigo de la corrupción y de los abusos de los funcionarios públicos.

Todo esto suena de maravilla, pero… Pero hay algo que aparece insólito, mas no lo es como bastante hemos podido comprobar: la honestidad, la honradez, la buena fe, el buen gobierno son valores que eso que llaman pueblo no siempre (o tal vez, nunca) gusta de aplaudir o, al menos, siempre recela de quien los practica. El caso es que Arístides pronto se vio sustituido por Temístocles, quien había estado enamorado de Estesilao de Ceo, la misma mujer a la que amaba Arístides. Y, como Temístocles era muy sagaz y astuto, supo usar sus habilidades de orador y hábil político para mostrarse ante el pueblo como un mejor prospecto para gobernarlo. Plutarco dice que de sus maestros no había aprendido bien cómo ser, pero sí cómo triunfar (como suele ser la enseñanza en muchas escuelas). Aquí lo demostró.

Hubo votación y ya sabemos o al menos intuimos el resultado: Temístocles salió vencedor. Y no conforme con eso, pidió a su sabio y querido pueblo que se le aplicara el ostracismo  al honesto Arístides.

La voluntad del amado pueblo (seguramente, a mano alzada) puede verse en el resultado. Temístocles venció con los tres mil votos que requería. El día de la votación, un rústico analfabeto se acercó a Arístides, que se encontraba como cualquier ciudadano en medio de la trifulca y, sin saber quién era, le pidió que inscribiera en la pizarra su nombre. ¿Por qué quieres mandar al exilio a Arístides? ¿Te ha hecho algo?, le preguntó este. Y aquel rústico le respondió: No, no me ha hecho nada, pero no aguanto más oír que lo llaman «el justo», ya me tiene cansado su honradez.

Arístides se sonrió, escribió su nombre en la pizarra y expresó: «Espero, atenienses, que en el futuro no tengan que acordarse de mí».

Y así, un buen gobernante, demócrata y hombre íntegro, tal como había sido su amigo y maestro Clístenes, fue víctima del ostracismo que este había ideado.

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