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Mentideros

«Deambulamos por los pasillos de Kafka en vez de hacerlo por las llanuras de Cervantes», escribe Claudio Magris en El Infinito viajar. Porque Kafka nos describió un mundo que fue el suyo propio: un teatro de absurdos, de caminos sin salida, de dolores propiciados por su mismo padre. Cervantes, en cambio, nos hace andar y recorrer, de ida y vuelta, una y otra vez, los caminos de La Mancha convirtiendo las arideces en vergeles, los golpes en retos a su valor, los engaños en pruebas de su fe. La promiscuidad de lo real, los desastres, los palos, las humillaciones se mezclan con sus ideales y por ello su personaje, Don Quijote, no se convierte en alimaña. Su derrota ante el embustero Sansón Carrasco, que lo derriba en desigual duelo, es testimonio de que «su propia debilidad no compromete la verdad de aquello en lo que cree». Y, por ello, sus ideales caballerescos son más altos y definitivos.

En el Toboso, terruño de aquella campesina convertida en doncella y princesa, se encuentra un Centro Cervantino con una colección de traducciones del Quijote firmadas por jefes de Estado de todo el mundo, hasta una signada por Mussolini. Solo hay dos ejemplares que no son del Quijote: uno de Hitler, que envió Los Nibelungos, y otro del libio Muamar Gaddafi: su Libro verde. Ambos revelan su engreído espíritu dictatorial, mientras que don Quijote solo dice con serena verdad: Yo sé quién soy.

Narra Magris que, en contrapartida de esa maravillosa aventura cervantina, en Madrid (gran capital), en el barrio donde vivieron los inigualables escritores del Siglo de Oro: Lope de Vega, el mismo Cervantes y Francisco de Quevedo, hay una lápida que avisa que allí, en el siglo XIX, se reunían comerciantes, intelectuales, escritores, periodistas, empresarios y… políticos de café. Ahí se discutía de todo: de arte, de negocios, de cultura, de libros, de viajes, de creencias, de leyes, de sentencias.

Ese singular sitio, según la lápida, se denomina Mentidero de Representantes. Preciso y revelador nombre, puesto que allí los apoderados de todos esos ámbitos se reúnen para hablar, discurrir, compartir, intercambiar toda suerte de… mentiras. Todos los que asisten saben perfectamente que la verdad no camina por ahí, y a nadie le importa. Se saben mutuamente engañados, pero no lo disimulan. O mejor, lo disimulan tan bien que pareciera que todos hablan y escuchan verdades propias e irrefutables. Todos se creen las mentiras ajenas y se sienten seguros de que las propias no engañan y nadie siente que se abuse de la fe ajena.

Es un modo de operar, de dictar sentencias y de intercambiar informes, de discutir leyes y resoluciones judiciales, tratos comerciales y supuestas autorías intelectuales. Se trata de un juego serio de expresiones y de confesiones que, una vez alejados del sitio, nadie siente ni de haber mentido ni de haber sido engañado, y con tergiversadas consciencia y conciencia regresan a donde sus representados a esparcir y defender las fingidas verdades o las descarnadas mentiras, dichas y escuchadas.

 «A menudo sucede —comenta el escritor que creemos hablar con nosotros mismos  o con Dios y, por el contrario, solo hablamos con los míseros y presuntuosos fantasmas de nuestros miedos y nuestros ídolos, y confundimos el eco de nuestro delirio con la voz de la verdad; al menos en una velada es más fácil darse cuenta de ser fatuos y banales como quienes están a nuestro alrededor, mientras que en un soliloquio se corre el riesgo de convencerse de oír una verdad absoluta y de convertirse en su profeta y esclavo».

Acaso aquella placa indica que a donde acuden los representantes sociales se va a presenciar y actuar una comedia o tragedia con historias fingidas, que, sin embargo, aceptamos como auténticas y verdaderas. Vulgus vult decipi, dijo el cardenal Carlo Carafa, Al vulgo le agrada ser engañado; y concluye: decipiamur: engañémoslo. Y así, creyendo mentiras propias y deglutiendo las ajenas, revivimos el gran teatro del mundo.

En ese mentidero estamos sumergidos por representantes atareados en soplar pompas de jabón que revientan ante nuestros ojos y acaso nos arrebatan un guiño.

El andante Caballero de la triste figura salió para convertir los caminos polvorientos en senderos feraces, las mujeres de las tabernas en primorosas doncellas y princesas, las Cuevas de Montesinos en grutas de amatistas. No fue representante de nadie, sino un testigo andante de que la mentira dura mientras llega la verdad, porque aquella tiene las piernas cortas. No fue ni siquiera fugaz visitante del Mentidero, ni de aquel ni de los de nuestros días. 

(Monumento a Franz Kafka, en Praga. Jaroslav Róna)

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