En nuestro país, la producción de narrativa erótica es limitada, primordialmente, el cuento, tal vez, porque, como señala Juan Villoro (2021), este género literario no ha sido valorado en su justa dimensión, ya que no es tan rentable, en el plano comercial, como la novela, a pesar de su complejidad escritural. Así, representantes disímiles de la Generación de Medio Siglo; la narrativa de la Onda; del movimiento del Crack y los Dosmileros, todavía ausentes en las historiografías de la literatura nacional, han ido de la sutileza estilística propiciada por la intolerancia a la banalización del sexo en el siglo XXI, en un contexto de crisis y violencia.
Pero, más allá de estas aristas, el relato breve erótico, como subgénero y discurso, tiene la virtud de trasladarnos al universo de la experiencia artística de la sexualidad, partiendo de la premisa de que el deseo y el erotismo son construcciones socioculturales vinculadas a la diversidad humana. Sin embargo, tampoco es recomendable que su manifestación literaria esté plagada de refinamientos en el lenguaje que lo alejen de la realidad y hagan perder la fuerza expresiva de las palabras.
Delimitar la sutil frontera entre la voluptuosidad y la lascivia ha sido un asunto polémico, subjetivo. Lo cierto es que el cuento erótico, tanto por el manejo del lenguaje como por el tratamiento narrativo del argumento, determinará el nivel estético que lo distinga del discurso obsceno y grotesco de la pornografía. El erotismo nos humaniza, por lo que la sociedad debe verlo no con mirada de morbo, ni prejuicios morales. Y es que, como señala Whitman, el sexo todo lo contiene. Por eso, el deseo es el tema de la literatura erótica, según Almudena Grande. Esto se aprecia en el lenguaje erotizado: sugestivas onomatopeyas, minimalismo malicioso, metáforas del amor, enunciación de la sensualidad, sinécdoques de la libido, diálogo con nuestras pulsiones, entre otros recursos estilísticos en los que la imaginación es el personaje invisible.
En ese sentido, coincido con Sebastián Alejandro González Montero (2007), quien considera que sensualidad y pornografía, transgresión y cópula, deseo y orgasmo, seducción y obscenidad son términos antagónicos, puesto que se refieren a experiencias de naturaleza contraria en el marco de la sexualidad. El erotismo y la seducción se oponen a la pornografía en la medida en que ésta reduce la experiencia sexual al encuentro de los cuerpos. Por ende, la literatura es el escenario privilegiado de dichos vasos comunicantes y corresponde al lector, conforme a sus referentes culturales, resolver esta dicotomía.
Volviendo al cuento erótico mexicano, decía que ha tenido pocos volúmenes escritos por un solo autor. Si revisamos la bibliografía disponible, encontraremos algunas interesantes curiosidades a partir de la segunda mitad del siglo XX, generalmente, en antologías y revistas o publicados de manera aislada. Entre estas recopilaciones destacan El cuento erótico en México (1975) de Enrique Jaramillo Levi; Los amorosos: relatos eróticos mexicanos (1993) de Sergio González Rodríguez; Cuentos eróticos mexicanos (1995) de José Luis Morales y Beatriz Escalante; La lujuria perpetua (2004), así como las publicadas dentro de la colección La Sonrisa Vertical, de editorial Tusquets.
Respecto al relato mexicano de tema gay, debemos considerar que la Generación de Medio Siglo impulsó una nueva sensibilidad que develó los desconcertantes territorios de la pasión y la ignota geografía del cuerpo. Con el movimiento estudiantil del 68, se propició la ruptura con los cánones estéticos de la literatura erótica, reprimida por un moralismo recalcitrante. Esto permitió que, a partir de la década de los setenta, se diera mayor libertad de expresión y que más escritores mexicanos publicaran obras narrativas homoeróticas, independientemente de sus inclinaciones sexuales (Mario Muñoz, 2014). Por ende, la década de los ochenta abordó con mayor amplitud literaria el homosexualismo, aunque su mejor tratamiento no se halla en la cuentística, sino en la novela.
En los noventa, la narrativa erótica fue abordada desde el realismo sucio norteamericano, el minimalismo, lo carnavalista y lo satírico en obras de autores como Enrique Serna, Óscar de la Borbolla, Rafael Antúnez, Guillermo J. Fadanelli, Hernán Lara Zavala y Marco Tulio Aguilera Garramuño, cuya propuesta estilística sigue vigente.
Con el 2000 arribaron renovadas maneras de contar lo erótico desde la minificción y la fractalidad en narraciones de literatos como Alberto Chimal y Luis Humberto Crosthwaite. En tanto, para el 2010, los cuentistas eróticos muestran la sexualidad explícita y un tono irónico ante las contradicciones propias del intimismo. Por extraño que parezca, ahora son más las escritoras que exploran el subgénero narrativo comentado, pero no únicamente en el plano de la sensualidad, sino también en el de la violencia dentro de un contexto social caótico, destacando Ana Clavel, Ethel Krauze, Mónica Lavín, Fernanda Melchor, Verónica García Rodríguez, Isadora Montelongo, Elena Sevilla et al.
No sabemos si, en esta era de la Internet, el cuento erótico digital transite al libro interactivo que conceda a los lectores “elegir” el rumbo de las tramas –como en su momento lo permitió la novela Rayuela de Julio Cortázar-; el audiolibro resurja tras su fracaso por haberse adelantado a los teléfonos móviles; los cambios que la inteligencia artificial y la realidad virtual ocasionarán en el actual ecosistema del libro, ni los alcances que el confinamiento por la actual pandemia de Covid-19 dejó respecto a los hábitos de lectura. El caso es que la narrativa erótica mexicana también transitará hacia esos probables escenarios, ya que el sexo también es cultura.
Fuentes de consulta:
Liliana Pedroza (2018). Historia secreta del cuento mexicano 1910-2017. México: Universidad Autónoma de Nuevo León.
Mario Muñoz y León Guillermo Gutiérrez (2014). Amor que se atreve a decir su nombre. Antología del cuento mexicano de tema gay. México: Universidad Veracruzana.
Sebastián Alejandro González Montero (2007). “Pornografía y erotismo” en Estudios de Filosofía, Núm.36, Colombia: Universidad de Antioquía, pp. 223-245.






















