David Martín del Campo

¡ANFIBIOS DEL MUNDO!

Están y no están, son pero no son. La ambigüedad como norma al fin que de lo que se trata es de sobrevivir a toda costa. Se desempeñan en el agua lo mismo que en la tierra, nadan, corretean, saltan y se sumergen para no asomar sino media hora después. Sapos, ranas, salamandras, ajolotes y uno que otro “militante de años” que, de pronto, ha descubierto la luz de redención en el partido de enfrente, y adiós convicciones… –A’i se ven, me voy a la mejor promesa de futuro.

La película que todos hemos visto, “La forma del agua”, es un homenaje a la especie. Elisa Esposito, mudita de toda la vida, se relaciona con ese personaje sacado de los comics de antaño, algo así como un primo de Aquaman, pero como es bestia, obvio, se comunican a las señas. Luego se enamoran y se van a vivir al océano, de modo que esa metamorfosis deriva en un hermoso caso de bestialismo o, para ser más elegantes, zoofilia.

Guillermo del Toro está obsesionado con los monstruos. Aparecen una y otra vez en sus exitosas películas que –lo ha dicho– son la fascinación de su vida. Cucarachas milenarias y faunos cornúpetas emergen en la pantalla para recordarnos que la monstruosidad no es tal, sino que hemos de obrar con tolerancia y espíritu incluyente. Es lo que ordena la corrección política. Y así en esta última película, donde el agua sugiere que su forma es una gota inacabable, desarrolla ese homenaje involuntario al ajolote que, por cierto (en su acepción náuhatl) significa precisamente “monstruo del agua”.

Algo similar ocurre en el cuento “Axolotl” de Julio Cortázar. Un hombre anónimo y aislado se admira una tarde con el extraño bicho que descubre en el acuario de la ciudad. Ahí está el ajolote mesoamericano, que parece mirarlo con obsesión, hasta el día en que él mismo se transforma en el ajolote de la pecera… mirando al curioso que observa desde fuera. Identidad, comunión, acoplamiento. Esto es, prescindimos de la vida aeróbica para convertirnos en seres dependientes de las branquias. Anfibios, pues, que fuimos ajolotes y seremos ranas. Dejamos el PAN para pintarnos de priístas, abandonamos el PRI para trasladarnos al PRD, o al PT, y abjuramos del PRD para migrar a Morena para luego, tal vez, a la Gloria Luminosa de la Historia con Mayúsculas Doradas. Nunca se sabe.

El asunto de fondo, más que la metamorfosis escolar (aquella del gusano transformándose en mariposa) toca al fenómeno de la conversión necesaria para 1 – la salvación de nuestra alma, 2 – asimilarnos al medio dominante y 3 – distanciarnos de la guillotina. Llega el momento de abandonar las ambigüedades y “convertirnos” en lo que siempre debimos ser. Hubo un sueño, una revelación, Benito Juárez que se nos apareció en sueños (o Emiliano Zapata) para convencernos de nuestra mutación ideológica. En España les llaman “chaqueteros”, por eso de cambiarse el color de la chaqueta según la conveniencia, y acá, por falta de imaginación, “chapulines”.

En el fondo del lago, mientras tanto, el ajolote aguarda. Ya sólo hay ejemplares en los canales de Xochimilco, ha desaparecido en las aguas de Texcoco y Chalco, y está inscrito en la lista roja de las especies en vías de extinción. Su nombre científico esAmbystoma mexicanumy todavía se le puede observar en reducidos criaderos al sur de la ciudad de México. Así que con tal de obtener el Oscar, Sally Hawkins sujeta las agallas del ajolote humanoide, que se ha cogido en las instalaciones secretas del Pentágono (estamos en 1962), y decide inmolarse para la salvación de los suyos, lo mudos que nadie entiende, y los desvalidos batracios cuyo fin será diluirse en el fango de la historia.

Algo que nos ha fascinado desde siempre: la inmolación perpetua es inútil pero resulta heroica (versión Juan Escutia o Padre Pro) para demostrar que la razón, ahora sí, por cierto que nos asiste. Y que vivan las salamandras y las ranas de mi partido, que vamos por todo. No vaya a ser. ¡Splash!

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