David Martín del Campo

De la Torre buscando la luz

Parecía un contrasentido. Cuando se presentaba en el taller de creación literaria (tenía recién cumplidos 25 años) sus colegas torcían la nariz para murmuran, “uf, ya llegó el obrero”. Y después, cuando retornaba a su puesto en la Refinería de Azcapotzalco, sus compañeros de turno alzaban los ojos al cielo para burlarse igualmente, “uy, sí, ya llegó el poeta”. Gerardo de la Torre vivía ambos mundos sin demasiada complicación. Era obrero de Pemex, sí, y también quería escribir teatro y dramatizar sus historias. ¿Cuál era el problema?
    Muy pronto se fue vinculando con los otros jóvenes escritores de su generación, con los que compartía afanes, ideología y el gusto manifiesto por el rock. Soñaban con pertenecer a un grupo, vocalizar a lo Elvis Presley. Pero como no, se conformaban con escribir aquellas primeras historias protagonizadas por la naciente clase media mexicana sobreviviendo en la colonia Narvarte, la Del Valle, tal vez la Portales. Y como escribían más o menos de lo mismo (ligar chavas, darle sentido a los días, abjurar de los rucos anquilosados del régimen) alguien tuvo la idea de encajonarlos en un grupo literario que, se decía, era todo novedad: la onda. Sí, la literatura de La Onda.
    Ellos eran José Agustín, Parménides García Saldaña, René Avilés Fabila, Gustavo Sáinz y el propio De la Torre. Sí, el rock´n roll, la admiración por José Revueltas, el interés por seguir la obra de Salinger y Papá Hemingway. Y no es que fueran, lo que se dice, “amigos” literarios, pero la coincidencia generacional los hermanaba en un medio dominado por la narrativa de la Revolución Mexicana, en decadencia, y que era un dogma.
    Cada uno fue tirando más a lo suyo, aunque todos estaban vinculados, encima, por la labor periodística. Habían pertenecido al taller que dirigía Juan José Arreola y habían sido expulsados de él por sus excesos. Escribían y publicaban notas, crónicas, reseñas de libros. Había que ganarse el pan, después de todo. De la Torre (o de la “tour”), como también lo llamaban, era el más terrenal de todos ellos. No le gustaba “volar” demasiado alto, “soñar” enyerbado, cotorrear en slang juvenil. No. Lo suyo eran historias más mundanas, de fatigas y cantina, de desamores e insomnios, de jugueteos y retruécanos para salvar la triste cotidianidad. Por ello, desde muy joven, se vinculó al Partido Comunista, pero sin pretensiones admonitorias. Y el cine, que fue su salvación.
    No supo bien cómo, pero comenzó a ganar fama de buen guionista y amigo de directores. Jorge Fons, Pedro Armendáriz Jr., Vicente Leñero, Juan Manuel Torres, Marco Julio Linares, que encima le acercaban proyectos y adaptaciones. De la Torre tuvo, incluso, su propio cubículos en los Estudios Churubusco, donde era asesor general y redactor de lo que se le ofrezca al director. Fueron, indudablemente, sus años más felices. Hasta se compró un auto nuevo (él, que no sabía conducir) para dejarlo una tarde en el árbol indebido.
    Autodidacta de toda la vida, no podía jactarse, como otros, de sus posgrados en Cambridge, la UCLA, el Colegio de México. Lo suyo era el teclado acechante de la Rémington y luego de la Mackintosh. Estudiaba, traducía, preparaba guiones de los temas más diversos… los Niños de  Morelia, la epopeya de Nuñez Cabeza de Vaca, la adaptación de El apando. Y encima que se consumó como guionista al participar en el proyecto televisivo “Plaza Sésamo”, que lo inmortalizó. Insomnios arreglados con un buen fajo de whisky, tres tazas de café, de modo que los amores domésticos no duraban demasiado. Pero qué importa, decía él, habiendo amigos para quejarse de lo irremediable.
    Así, pausadamente, fue publicando libros que se convertirían en clásicos de su generación: Ensayo general, Muertes de Aurora, La línea dura, Los muchachos locos de aquel verano, El vengador, Los hijos del Águila, Morderán el polvo, Nieve en Oaxaca, La muerte me pertenece… y varios libros de relatos. Y encima es un apasionado de la pelota caliente; ver la Serie Mundial a su lado resulta un ejercicio enciclopédico, y hasta hace poco aún se daba el lujo de pelotear en el diamante de los tranviarios, pichándole sin compasión a “ya saben quién”.
    Ahora está por cumplir nada menos que 80 años (precisamente el 18 de marzo) por lo que el Instituto de Bellas Artes le ha organizado un homenaje nacional. Muy merecido para el escritor cuya obra ha sido generada cuesta arriba. Años de brega y ninguno, el más prole del grupo (y a mucha honra), el menos académico, el más verdadero. Recuerdo una anécdota contada al calor de varios rones:
    Gerardo estaba por abandonar el oficio petrolero y sus compañeros lo despidieron con una parranda descomunal. Terminaron, sin saberlo, en los patios al poniente de Balbuena, esa madrugada, y despertando entre la bruma de los excesos Gerardo contaba que vio, pro fin, la luz. “Una luz que venía a mi encuentro”.Se alzó, sacudió el polvo de sus pantalones, fue al encuentro de esa luz, muy suya, que lo buscaba. Uno de sus compañeros, menos ofuscado, fue a darle alcance y lo empujó a un lado de los durmientes, para que el ferrocarril pasara sin dañarlo, porque no había hecho silbar la caldera. Luego el convoy a todo tren y ellos dos, abrazados bajo el terraplén, carcajeándose de la sorpresa.
    Pero Gerardo nos la debe. Desde hace algunos años que presume la novela que lo tiene sumergido en un marasmo, y que se llamará, simplemente “Los comunistas”. Un libro de memorias y semblanzas, de discusiones luminosas y necedades de crujía, Pepe Revueltas, Juan Manuel Torres, Efraín Huerta. Habrá que esperarla.

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