Había que tener cosas. Adquirirlas una a una, según el gusto del momento, y atesorarlas en los estantes de casa. El último disco de José José, por ejemplo, las películas de Chaplin, de Woody Allen, de Stanley Kubrick. Comprarse el primer auto, normalmente un vocho de segunda mano y poco a poco, visitando las librerías Gandhi, los libros que integrarían nuestra incipiente biblioteca. Luego, con un poco de suerte y el crédito del Infonavit de por medio, dar el enganche del añorado depa, aunque sólo tuviera dos recámaras y un baño. Ahora, al parecer, todo eso es cosa del pasado.
La ciudad de México y otras metrópolis del país han sido colapsadas por el asalto amafiado de las agrupaciones de taxistas. ¿La causa?, que las autoridades locales se han negado a controlar, disminuir o extinguir los permisos de Uber y Cabify. La guerra de los taxistas “tradicionales” se desató dos años atrás cuando las plataformas tecnológicas de movilidad comenzaron a despojarles la clientela que, con el simple tecleo de un teléfono inteligente, permiten disponer rápidamente de un auto limpio a la puerta de casa.
Entonces la protesta nacional de los taxistas es contra la modernidad tecnológica. Del mismo modo que el movimiento ludista de mediados del siglo XIX, cuando los obreros organizados se lanzaban a destruir las máquinas de vapor que había desplazado a los telares artesanales. Así ahora los hombres del volante quieren sabotear al mercado creciente de autos de particulares vinculados con la clientela por medio de una app móvil. “Parece que vivimos en el mundo al revés”, se quejaba uno de los dirigentes paristas, “cuando la autoridad protege a las trasnacionales del transporte particular que laboran en completa ilegalidad”. Es decir, pareciera que demandan: volvamos a 1970, cuando no había computadoras, internet ni telefonía móvil, y la máxima modernidad eran los radio-taxis pululando por la ciudad.
Que alguien les diga que esa lucha, la de pretender el retorno del pasado, está derrotada por principio. El desarrollo tecnológico, la automatización y la digitalización de todos los oficios, es una realidad irreversible. Ya lo decíamos, parodiando la novela corta de Hemingway “Tener y no tener”, ahora podemos prescindir de aquellos tesoros de antaño, cuando el poder reposaba en los objetos que atesorábamos: bibliotecas, colecciones de discos, videotecas, autos y condominios.
Las nuevas generaciones ya no tienen –no del todo– esa obsesión nostálgica. No buscan adquirir un depa, se hacen “roomies” permanentes. Además que desde hace diez años toda la música del mundo, de Mozart a la Banda Cañón, es posible disfrutar con una aplicación del tipo Spotify proporcionado por la tecnología del “streaming”. Así que los anaqueles aquellos, veinte años atrás, cargando centenares de discos CD o de acetato, son ya definitivamente piezas de museo. Lo mismo cabe decir de las “videotecas” en formato VHS, luego en DVD… porque ahora esas películas arriban a la pantalla doméstica mediante la contratación de Netflix, que ha revolucionado al medio. Ya no es indispensable acudir a la taquilla del cine, ahora con el servidor de internet podemos “tener” en casa la proyección de casi cualquier película, y si algo echaremos de menos serán las palomitas compartidas.
Entonces lo de hoy, parafraseando la melodía de José Luis Rodríguez 30 años atrás, será canturrear, “dueño de ti, dueño de qué, dueño de nada”. Ahora lo de moda, asimilando las tendencias conservacionistas, es no poseer “cosas” pero no privarnos del disfrute de esos productos culturales. Tengo una docena de amigos, por ejemplo, que leen siete primeras planas en la pantalla de su móvil… sin comprar un solo periódico. Otros que guardan doscientos libros en sus tabletas Kindle, y que han “bajado” de la red gratuitamente. Es decir, comunismo rampante liquidando los derechos de autor. Y nadie dice nada. Por eso nos asimilaremos con estos aguerridos taxistas anticuarios, coreando al parejo de El Puma: “…dueño del aire y del reflejo de la luna sobre el agua”.