El poder debilita a quien lo tiene y no lo usa. Camelot.
En el trayecto entre Washington y Nueva York. Un día después de que nació la Obamanía. De que ya nada será igual para los americanos. De que Barack Obama se levantó con la victoria y los Mitofskis gringos dicen que el país se volcó como nunca. Un 80 por ciento votó y eso dio el reflejo de todo el carnaval que celebraron por la noche. Solo les faltaron los papaquis. Anoche dejé la Casa Blanca muy de madrugada. Me dicen que amanecieron. Unos iban medios happys, otros happy y medios, pero nada les privaba de gritar como si fueran emancipados. Esa algarabía no se había visto en años, dicen los que moran por estas tierras. Las banderas de sus barras y estrellas ondeaban con orgullo. Una chiquilla, güerita, bella, era levantada en hombros por su padre y la bandera era el reflejo de la alegría. Esa noche parecía Woodstock, pero sin mota ni encuerados, solo gente cantando. Era un repudio al presidente Bush que, si por ellos fuera, mañana mismo lo echarían de la Casa Blanca.
Amanece el miércoles medio frío. Nada del otro mundo. Mi misión como corresponsal de guerra da fin en Washington. Guerra porque eso era, electoralmente. Son tantas las ilusiones que ha creado Obama, que su responsabilidad es enorme. Levanta las banderas caídas de los hermanos Kennedy y de Martin Luther King y da esperanzas a los jóvenes de 18-20 años, que se volcaron a su favor. Me hago de los dos diarios americanos. El mítico Washington Post: “Histórica victoria”, cabecea. El otro, USA Today: “Obama hace historia”. Las fotos del afroamericano y su familia con sonrisa plena. Y el Post mostrando su credencial electoral, poco después de que votó. Los llevo a casa porque servirán de colección.
AL CAPITOLIO
Tomo el Metro de regreso y como topo llego al Capitolio solo para encontrarlo cerrado. Imposible de flanquearlo, por donde podemos nos metemos. La policía federal a las vivas. Un letrero señala que lo están remodelando para la toma de posesión del nuevo presidente, en enero de 2009, más vale que lo pinten bien de negro. No deja de entrar turismo, grupos de estudiantes bordean el capitolio, al lado las oficinas de los poderosos senadores y diputados, los congresistas que se comenta en los restaurantes aledaños van a la comida. Los árboles bellos y de colores tienen sus placas marcando sus familias arbolaría. Son de olivos y de green ash, hojas amarillas que en este otoño se sacuden para dejar una armonía de color en el piso, entre el verde del pasto y el amarillo de las hojas caídas. Los empleados salen al lunch. Todos trajeados, muy propios. Hago un alto en el legendario diario The Washington Post, en la calle 15 en el número 1150, entre las calles L y M. Un linotipo viejo, de esos con los que se comenzó el diarismo, está a la puerta de entrada. Ese diario que cobró dimensiones mundiales cuando descubrió el famoso Watergate, que envió al presidente Nixon al exilio. Historias de esta ciudad que apenas votó por un nuevo presidente.