Esta extraordinaria novela fue escrita por Gabriel García Márquez inmediatamente después de Cien años de soledad, obra que ya había conquistado un gran éxito. Este año se cumplen 40 de su publicación.
El otoño de patriarca es el relato de la vida, pasión, muerte, atrocidades y abusos (todo horrendo) de uno más de los dictadores que han asolado los pueblos latinoamericanos. Llegado al poder con el respaldo de los británicos y ante la amenaza de una invasión de los norteamericanos, se yergue como idolatrado líder después de haber participado exitosamente en las guerras intestinas de su país.
La novela inicia cuando el patriarca ya ha muerto. Los generales que ingresan al palacio se encuentran un escenario dantesco: inmundicia, muebles y cortinas destrozados, cadáveres agusanados de rumiantes, pasillos tapizados de deyecciones de horrendos gallinazos. En medio de este pandemonio yace el cadáver del ilustre líder nacional, en la soledad y silencio del comedor, con su uniforme, pero desprovisto de la colección de medallas y condecoraciones, “más viejo que todos los hombres y todos los animales viejos de la tierra y el agua, y estaba tirado en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, como había dormido noche tras noche durante todas las noches de su larguísima vida de déspota solitario” (8).
Analfabeta e ignorante, ha gobernado con un obsesivo y abrumador instinto de dominio y poder. Temeroso de que sus incontables y subrepticios enemigos lo lleguen a asesinar, en todos los eventos públicos se hace suplantar por un sosia, Patricio Aragonés, supuestamente hombre de sus confianzas, y de esta manera logra dar la impresión de un poder extraordinario de bilocación. En uno de esos eventos, Patricio es herido con un dardo envenenado y, próximo a morir, cuando el presidente se acerca a agradecerle su sacrificio, Patricio le confiesa que él fue artífice de varios intentos de asesinarlo por haber sido un presidente tirano que abusó y engañó siempre a su pueblo.
Al percatarse del repudio popular, el tirano desata una terrible persecución para descubrir a sus infieles súbditos. Para facilitar su búsqueda, hace difundir la noticia de que quien ha muerto es él y no Patricio, y de esta manera ir desenmascarando a quienes solo han sido traidores aduladores convenencieros. El colmo es cuando descubre que su principal detractor es el mismo comandante del ejército, Rodrigo Aguilar, quien trató de encerrarlo en un asilo. Como muestra de su poder, organiza una comida en la que sirve a todos sus invitados, como menú principal, la carne asada del militar asesinado.
A sus atrocidades se añade la desaparición y muerte de dos millares de niños («gritoncitos»), a quienes tiene escondidos al descubrirse que eran obligados a vocearlo como ganador de la lotería. Manda a los generales que los arrojen al mar y después ordena asesinar a los esbirros que cumplieron su mandato.
Después de una larguísima retahíla de brutalidades, el general se siente perseguido, abandonado, traicionado y alicaído. Rememora a Bendición Alvarado, su madre, cuando la hizo abandonar el palacio por no aguantar sus continuos regaños que lo hacían sentirse humillado ante sus súbditos [«“si yo hubiera sabido que mi hijo iba a ser presidente de la república, lo hubiera mandado a la escuela”, exclamó en voz alta su madre ante el cuerpo diplomático en pleno» (52)]. Con nostalgia recuerda cuando ella muere y la ira que lo invadió cuando exigió al Vaticano su canonización. Al ser ignorado, en venganza expulsó del país a todos los clérigos y a quienes tuvieran alguna relación con ellos. Entre los expulsados descubre a Leticia Nazareno, una novicia de la que se enamora. La retiene y después la hace su esposa. Pero Leticia es ambiciosa. Poco a poco llega a dominar al tirano y comete tantos abusos contra el pueblo que un día, al ir con el general en su auto, les arrojan una bomba que casi les cuesta la vida. El sátrapa contrata a José Ignacio Sáenz para que descubra a los autores del atentado. Este, para darle satisfacción, lo engaña al enviarle cientos de cabezas de supuestos culpables. El déspota se siente satisfecho y le da mayores concesiones, que José Ignacio aprovecha para hacerse del poder. Con sus abusos provoca una crisis nacional que amenaza arrasar con todo y hasta con el mismo tirano. Cuando es descubierto, el general lo manda descuartizar.
Al descubrir la muerte del dictador, tirano y autócrata, que ha cambiado los libros de Historia a su favor, los generales intentan organizar un homenaje, pero el pueblo, sospechando otro engaño, prefiere continuar su lucha por su propia supervivencia: «mientras él (“tirano de burlas”) se quedó sin saberlo para siempre… viejo truncado por el trancazo de la muerte… ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte… y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado» (271).
En El otoño del patriarca, aterrador retrato de tantos dictadores de este continente, García Márquez hace un experimento dentro del realismo mágico: el relato se efectúa con una variedad de narradores, en seis grandes párrafos escritos como largos enunciados, sin diálogos ni puntos y aparte, y armando los episodios en forma cíclica con un leguaje y con la chispa e ingenio de un gran Premio Nobel de Literatura.
Huyendo de los críticos que vaticinan que un escritor tiende a repetirse cuando ha logrado una gran novela, García Márquez se atreve a romper el estilo de su famosa obra, pero escribe una extraordinaria novela que fue duramente criticada y poco leída, pero que es de una sorprendente y pavorosa actualidad.











