Es bien conocida en México, y muchas veces citada, la frase que Porfirio Díaz habría pronunciado al dejar el poder frente al movimiento revolucionario encabezado por Francisco I. Madero en 1911: “Madero ha soltado al tigre, habrá que ver si puede controlarlo…”. Como siempre en tales ocasiones, no se sabe con certeza si el presidente pronuncio verdaderamente esas palabras, o si es una manera de resumir sus pensamientos.
Después de los primeros éxitos del levantamiento armado maderista en contra de su régimen, Porfirio Díaz aceptó renunciar. Firmó los Tratados de Ciudad Juárez, empacó y partió para Francia el 31 de mayo de 1911. Desde su exilio en París, donde se había instalado, seguía con mucha atención el desarrollo de los acontecimientos en México, y se dio rápidamente cuenta de la fragilidad del nuevo gobierno, con el regreso de las insurrecciones de Zapata en Morelos y Orozco en Chihuahua.
Como resultado de profundas reflexiones, el ex presidente envió una carta muy reveladora a un amigo personal, el ingeniero Enrique Fernández Castelló, miembro destacado de la aristocracia porfiriana. En este documento poco conocido, expresa su pesar por no haber sido lo suficientemente duro con el movimiento iniciado por Francisco I. Madero. Consideraba que esta actitud era la responsable del fracaso del ejército federal y de “la infelicidad nacional”. La carta decía:
“En cuanto a las plagas que afligen al pobre México, nada de lo ocurrido hasta hoy es tan grave como lo pronosticado… ahora siento no haber reprimido la revolución, tenía yo armas y dinero; pero ese dinero y esas armas eran del Pueblo, y yo no quise pasar a la historia empleando el dinero y las armas del pueblo para contrariar su voluntad, con tanta más razón cuanto podía atribuirse a egoísmo, una suprema energía como la que otra vez apliqué a mejor causa, contra enemigo más potente y sin elementos. Digo que siento no haberlo hecho porque a la felicidad nacional, debí sacrificar mi aspecto histórico.”
Resulta muy revelador este documento, en varios respectos. Comprueba primero que el amor de Don Porfirio por su tierra natal lo conduce a seguir atentamente los acontecimientos consecutivos al cambio de gobierno. Sus comentarios suenan más como remordimientos que como arrepentimientos. Por otro lado, revela la lucidez del viejo dictador, a pesar de su edad. Finalmente, traduce su inquietud legítima en cuanto al futuro desarrollo del movimiento revolucionario y sus consecuencias.