La maldad campea por doquier. Fornica, roba, mata, al fin que las Tablas de la Ley son sólo eso, tablas, y el índice de impunidad sobrepasa el 90 por ciento de los crímenes cometidos. Las vidas en santidad (como la tuya propia, querido lector) no son demasiado atractivas. Cumplir las rutinas, pagar impuestos, cenar ligero y buenas noches, amor, ¿quieres apagar la luz?
Martin Scorsese ha realizado uno de sus últimos caprichos. Reuniendo a un elenco de maravilla, ha filmado la película que narra el vínculo de la mafia con el sindicalismo norteamericano, al menos durante los años sesenta del siglo pasado. Jimmy Hoffa, el dirigente de los transportistas; el clan de los Kennedy, la mafia irlandesa y siciliana abandonando Nueva Jersey para asentarse en los casinos de Las Vegas. Tal es la historia narrada por Scorsese en su reciente película, “El irlandés”, donde Robert de Niro, encarna al inocente inmigrante devorado por las circunstancias del barrio. Y con él sus cómplices, Al Pacino y Joe Pesci, que del bautizo católico, el domingo en la mañana, pasan por la tarde a la matanza de cinco rivales.
La película dura más de tres horas, los efectos del maquillaje son sorprendentes, el guión busca relacionarse con las cosas como ocurrieron (en términos cinematográficos), de modo que al final les brindamos todo nuestro cariño a esos “pintores de paredes”, como se hacen llamar, pues su oficio deja siempre manchas de sangre en los referidos muros.
La literatura, el cine, las series televisivas están inmersas en ese género llamado “de suspenso” (thriller, en inglés) porque la especie humana, por más leyes y reglamentos y transformaciones benevolentes… no deja de ser lo que es: un simio urbanizado receloso que sólo mira en beneficio propio, y de su clan, pese a quien le pese. A veces hay que robar, engañar, herir al señor del almacén. Las leyes, como pareciera gritárnoslo la realidad ruin y palpable, parecieran estar de más. Al menos para estos relatos “negros” que hacen nuestra delicia a la hora feliz del Netflix.
Tal pareciera que somos irremediables. Era la convicción que manejó desde siempre el Bardo de Avon, porque en sus mejores obras asoma siempre la violencia, la muerte, la ambición. ¿Qué hay detrás del príncipe de Dinamarca, el atormentado Hamlet, sino la síntesis cruel de que sólo la violencia, la venganza, el asesinato de los rufianes nos permitirá la redención que, desde luego, ni Dios perdonará? Vaya pregunta. Lo mismo que Macbeth, o Rey Lear, pues Shakespeare planteó desde aquel tiempo las bases de lo que luego serían las reglas del género.
Y no que los añorados hermanos Ahumada o el detective Belascoarán, de las novelas Paco Taibo, eludieran la violencia por la violencia misma, pero son los artífices (entre decenas de miles más) de esa cultura que nos acompaña cotidianamente: La paz social es una entelequia, la policía está ahí para ayudarnos o fastidiarnos, los únicos que se irán al cíelo serán los monjes benedictinos. Para eso se hizo el dinero… para el intercambio de mercancías y trabajo humano, está bien, pero fundamentalmente para ambicionarlo en desmedida porque representa (al menos temporalmente), la supresión de las congojas cotidianas del sustento. De ahí la fantasía que lo acompaña desde siempre; mañana me saco la lotería, éntrale al moche que nadie sabrá, ¿y si robamos un banco?
En el fondo de todo campea el morbo. Esa fruición arrebatadora que nos hace detenernos ante el atropellado, el que resbaló de un segundo piso, los baleados en el noticiario nocturno. Consternarnos ante el daño ajeno porque sabemos (lo sospechamos en las estadísticas de la probabilidad) que algún día nos podría ocurrir a nosotros mismos, y en ese aprendizaje callejero es como entendemos que la violencia, la sevicia, la maldad y el azar permanecen acechantes porque en la tómbola de la vida no todo son premios del amor.
Los rufianes, cosa de mirar la película de Scorsese, también tienen su corazoncito. Esa es la lección del género. El robo, el homicidio, la depravación social, son sólo “circunstancias laborales” por las que se accede -ya lo decíamos- al maldito dinero que lamentaba José Alfredo. Las novelas rosas están muy bien, lo mismo que la vida de los santos o las bendiciones de todos los paladines de moda que nos legaron esta patria de futuro… sin embargo el interés fundamental de la narrativa contemporánea está en otra parte. El thriller, el suspense, la velocidad, el engaño, la sobrevivencia entre los demás malandrines dispuestos a embozarse nomás asomen las primeras sombras. La hora de los rufianes, ya lo decíamos.