Allá, por los años 504 y 505 antes de nuestra Era, habitó un hombre sabio muy peculiar: Heráclito. No se sabe la fecha de su nacimiento y muerte porque en ese tiempo no había registro civil, ni religioso. Pero Diógenes Laercio, en el capítulo IX de su Vida de los filósofos lo ubica en esos años. Y se sabe que nació, vivió y murió en Éfeso, cuyo esplendor le dio bajo el dominio del rey de Persia.
Heráclito, a quien apodaban el Oscuro, nos dejó 121 fragmentos de su pensamiento. Se dice que era de carácter muy reservado, irónico, y en esos breves retazos de su filosofía nos hace reflexionar en el carácter contradictorio y mutable de todo lo que existe. El fragmento 53 es de los más conocidos y, tal vez, el más polémico. Escribió: «La guerra es el padre y el rey de todas las cosas. A algunas ha convertido en dioses, a otras en hombres; a algunas ha esclavizado y a otras liberado».
Platicando una vez con mi padre se lo recité. Enfáticamente me replicó: «esto solo lo puede decir quien no ha conocido la guerra. La guerra es lo peor que puede suceder. En Belluno (su tierra en Italia), no hay familia que no tenga al menos uno que no haya muerto en una guerra». Y, efectivamente, cuando visité el pueblo de Soranzen, donde nació, leí en un monumento varios nombres de familiares muertos en alguna de las estúpidas guerras del país…
Desde entonces, esta expresión fue parte de mi comentario en las clases de filosofía.
Las guerras son lo peor de las tragedias humanas porque no las produce ningún agente externo al hombre. Todas son originadas y causadas por el ser humano. Por una diversidad de razones: económicas (la mayoría), por formas radicales de pensar (nacionalismos bobos), por cuestiones políticas (las más estúpidas, creo yo), por creencias religiosas, etc., pero todas tienen un denominador común: destruyen, azotan, flagelan, enconan siempre y por igual a quienes en ellas participan.
En estos aciagos tiempos (semanas, meses, años…), no hay día en que no brote un enfrentamiento sangriento entre pueblos. Sesenta guerras se libran actualmente y «El Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo lanzó su anual evaluación y estimó que nueve países tenían los siguientes arsenales de ojivas nucleares militares a partir de enero: Rusia: 4 mil 309, Estados Unidos: 3 mil 700, China: 600, Francia: 290, Reino Unido: 225, India: 180, Pakistán: 170, Israel: 90, Corea del Norte: 5» (https://www.eluniversal.com.mx/22/06/2025). Fácil, 9 569. Casi diez mil ojivas nucleares, que alcanzarían para echar la tierra por los aires cuatro veces en un año, y tantas armas químicas para desaparecer la raza humana unas cinco mil veces.
Todas esas armas son mensajeras de terror, llanto, dolor, muerte, injusticia. Fallecen miles, millones de hombres, mujeres, niños, enfermos, discapacitados. Quienes no mueren escapan como los animales cuando se incendia un bosque. Huyen con la desesperación en sus rostros, con las heridas en sus cuerpos, con la sangre hirviendo de coraje y de dolor, con la lejana esperanza de hallar un refugio, un rincón en donde poder resguardarse, sobrevivir. Y las fronteras se cierran, los puertos rehúsan recibirlos, las carreteras se congestionan, las murallas y las alambradas se multiplican y los hacinamientos crecen en cualquier inhóspito refugio; entre tanto, carreteras, puertos y fronteras se abren para recibir, transportar, dejar el paso libre a los cargamentos de armas, libres para causar más y más devastación.
Ya se han olvidado Hiroshima y Nagasaki, ya se han olvidados los millones de muertos y heridos en las guerras mundiales, en las «pequeñas» guerras tribales, entre etnias y clanes, en los violentos enfrentamientos de grupos políticos ansiosos de poder y dominación. En un mundo donde pululan millones y millones de personas en condiciones inhumanas, sin comida, sin salud, sin un techo y sin un abrigo, los poderosos y ambiciosos se reparten el mundo, crean fronteras y alambradas y fabrican y almacenan mortales armamentos para defender sus injustas posesiones y hacer alarde de su capacidad de dominio y explotación.
La energía atómica, usada con usos bélicos, es inmoral: atenta directamente contra el ser humano, contra su dignidad y expone a la humanidad entera al riesgo de destruir el hogar que el destino nos ha prestado para ser posible una vida honorable.
Mi padre tenía razón: festeja la guerra quien no la conoce, quien no la ha vivido, quien no tiene en su historia familiar al menos un muerto en un campo de batalla, y quien cree que es muy sofisticado e inteligente alardear de la capacidad destructora de un arma, la que puede causar más daño y dolor, la que puede viajar sin ser detectada, la que puede provocar la mayor cantidad de sangre y muerte, y quien festeja el misil que ha quitado la vida a la mayor cantidad de niños.
Bien está dicho: la humanidad debe poner fin a las guerras o las guerras pondrán fin a la humanidad.
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