David Martín del Campo

JOY… AZUL, VIOLETA Y VERDE

Languidez. Algo como eso habita en sus cuadros de absoluto silencio, aunque la curiosa Joy tiene problemas con el sonido. Por eso lleva un silbato colgado al cuello.
Le ocurrió un año atrás, en agosto, cuando los relámpagos devoraban la noche. Había salido al jardín, quería mover una maceta antes que el inminente chubasco tronchara el tierno geranio.

Joy avanzó por el sendero –las primeras sombras asomaban ya–, hasta alcanzar la fuentecilla del fondo habitada por los jacintos.

Pero no pudo. Llevaba su bastón, la bata de noche y su mejor voluntad para salvar ese surtidero de color. Y tropezó.
Los 92 años que tenía no le sirvieron demasiado para lograr levantarse, además que su bastón se había sumergido en la poza y no, no había modo de alzarse.

“¡María!”, gritó, pero su auxiliar estaba demasiado atareada en la cocina. “¡María!”, otra vez, pero su voz era acallada por los relámpagos que vapuleaban la tierna noche. “¡María!”
Cerca de medianoche, al sorprenderse por su ausencia, María y la recamarera procedieron a buscarla por toda la casa, luego allá, con linternas, en el fondo del jardín.

“¿No se habrá salido a la calle?” Y la hallaron por fin, convertida en una aterida piltrafa. “¿No me oían?”
Por ello, a primera hora del día siguiente, mandó a que le compraran tres silbatos en la tlapalería. No uno; ¡tres! …y un lazo para llevarlo al cuello igual que los árbitros en la cancha.
Los otros dos reposan en el cajón (por si las dudas), y así Joy Laville, con esa alerta a la mano, se animó de nueva cuenta a pasear por su jardín, poblado de flores de extraños nombres, y los colorines y las jacarandas, con sus flores de color lila, que eran como ella misma.

Esas flores que le inspiraron buena parte de sus lienzos. “Así que si vuelvo a tropezar”, nos confesó, chiflaré y chiflaré (como el lobo de los cerditos) hasta ser rescatada en mitad de la tormenta.
Visitamos a Joy Laville en el otoño de 2016. Su casa en el fraccionamiento de Tabachines, al oriente de Cuernavaca, era algo más que un paraíso, algo menos que una prisión. “Ya casi no salgo”, confesaría en algún momento.

“Mi salvación es el teléfono, donde hallo a los amigos. Y me traen mis materiales”.

–Los tubos de óleo, los lienzos.
–No, con aceite ya casi no. Tú lo sabes… tarda mucho en secar. En cambio el acrílico ha sido mí salvación. Seca pronto y puedo trabajar varios cuadros al mismo tiempo.
Porque Joy no pintaba en “su estudio”; no solamente allí. La casa entera (de un piso y toda de blanco) operaba como un taller portátil donde la artista se iba trasladando, a su capricho, de la mesa del desayunador al rincón de la alcoba, de la terraza al vestíbulo, pero no buscando la incidencia de la luz, como se pudiera pensar, sino el frescor.

“En Cuernavaca hay que moverse para sacarle la vuelta al calor, por eso pinto un ratito aquí, otro ratito allá. Y nunca acabo y siempre estoy comenzando”, nos dijo en inglés, porque nunca logró dominar del todo el idioma de Cervantes.
–I’m always starting –y era verdad.
La revelación nos permitió hurgar en su caja de gises junto al caballete. ¡Ah, qué cielos y qué violetas hallamos ahí escondidos! Sus tonos básicos… los verdes y lilas y azules infinitos de su paleta. Y reposando ahí junto, con una chincheta contra el muro, su queridísimo Jorge.

Son fotos de San Miguel Allende, del apartamento en la colonia Juárez, de la casita en Londres, de los amigos de entonces que se han difuminado con el tiempo.

Hay una serie preciosa. Es una tira de cuatro retratos al hilo (de esas de las máquinas automáticas) donde los dos posan como tórtolos sorprendidos por el flash. Jorge Ibargüengoitia y Joy Laville.

George & Alegría, porque eso, precisamente, significa su nombre en español. Entonces Joy-Alegría nos confiesa el modo como se conocieron:
“Yo andaba un poco perdida con mi arte, mi ex marido de entonces me apoyó para venir a México y cambiar de temas, abandonar el abstraccionismo, buscar en el paisaje y la calidez permanente de esta tierra”, nos dijo en inglés.

Y el profesor de Cultura Mexicana en aquel Instituto de las Artes en San Miguel Allende, era nada menos que ese dramaturgo treintón que daba topes por aquí y por allá. El maestro se fijó en la alumna… esa tímida gringuita (que por cierto era inglesa) y la invitó a tomar un café.
Años buenos, muchos, fueron los que compartieron (incluso en múltiples portadas de los libros de Ibargüengoitia va la impronta colorida de Joy), hasta el infausto accidente aquél, del aeropuerto de Barajas en 1983, que enlutó el semblante de Joy, aunque no la serenidad de sus cuadros donde aparece y se sugiere un personaje fantasmal, a lo lejos, como esperando.
Ahora que ha logrado por fin burlar los calorones de Cuernavaca, Joy nos estará silbando a la hora de los relámpagos y el sinsabor. Mirando sus cuadros hallaremos siempre un poco de sosiego, de armonía y color.

Porque en su obra habita algo así como cierta languidez (ya lo decíamos), la sutilezas de la vida… la armonía, la serenidad ante el señorío de la madre naturaleza. –Whatever this could mean… se disculparía ella escondiéndose juguetona entre las palmas verdes, a ratos violetas, de su jardín.

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