Cuando nació Anna Maria, Amara, su madre, a los 17 años una mujer «pública», no tuvo más camino que adentrarse con la pequeña en uno de los turbios canales de la bellísima y contrastante Venecia y tratar de remediar lo que la necesidad y la naturaleza le habían dado.
El llanto de la bebita, que no entendía lo que pasaba, pero sí sentía que la vida se iba de sus manos, sacudió el alma de Amara. Otra mujer, de la misma profesión, las rescató y las llevó a su pocilga. Cuando la madre se recuperó medianamente de su parto, su samaritana la urgió a irse con su criatura.
El Ospedale della Pietá recibía niñas que eran abandonadas en el torno del edificio. Allí, el 15 de abril de 1696 Amara dejó a una pequeña a la que las monjas pusieron el nombre de Anna María della Pietá. Era una más de las 300 que allí pasaban su infancia y, quizá, toda su vida. No llevaba consigo sino la mitad de un naipe cortado en diagonal y un escrito: «Sigue tu camino, dulce bebé, y no olvides nunca que tu madre te quiso».
Ocho años después, la inquieta y avispada Anna Maria asiste a una clase de música. Su maestro le enseña varios instrumentos: pianoforte, oboe, flauta, pero no, ninguno le impacta su sensibilidad. Una mañana escucha una maravillosa melodía que ella convierte en los más vívidos colores. Decide, en ese momento, que ella quiere tocar ese instrumento y, el día de mañana, incorporarse a las figlie di coro, la orquesta del hospicio.
Quien toca aquella seductora música es un destacado violinista y compositor veneciano: Antonio Vivaldi. Hombre joven, inquieto, difícil de carácter, pero entusiasta, la acepta como alumna. Inmediatamente descubre el virtuosismo de aquella niña huérfana y, paso a paso, le descubre la fascinación de un arte excelso y le enseña que la música es polifacética, pues está impregnada de sensaciones rítmicas, sonoras, pero también plásticas, visuales, literarias: cada melodía es un paisaje en el que suceden las más bellas creaciones del alma, de la sensibilidad, la belleza, la grandeza y la tragedia humana. «Un compositor, le dice, es un traductor que conecta a la gente con cosas a las que no pueden dar voz, cosas que ni siquiera saben que existen… el producto acabado, la pieza final, puede ser espectacular. Lo que compongamos tendrá velocidad, energía, efervescencia. Hará que la gente se levante de sus asientos. Pero para llegar a ese nivel de creación hay que tener una base sólida» (144), «Tienes que demostrarle al público que no te limitas a interpretar, sino que estás sintiendo la música… Sé que piensas que este ensayo es un infierno, pero el auténtico infierno es todo lo demás. El infierno es el mundo sin música» (185).
Anna Maria, ávida de saber, de crecer, de dar frutos, llega a ocupar el pedestal de concertino de la orquesta al tiempo que crea, de la mano con su maestro, bellas composiciones y participa en presentaciones y recitales que se organizan frecuentemente en la ciudad. Su destreza despierta la curiosidad y la admiración de los asistentes, entre los cuales se encuentran destacados músicos como Corelli, Torelli y Tartini, de quien recibe honores tras la brillante ejecución de su sonata El trino del diablo: «Cuando levanta el violín y se lo conecta al cuerpo, todas las piezas encajan en su lugar. Ya no es un simple ser humano. Es otra cosa, algo superior. Está completa» (236).
Entretanto, la vida ordinaria del ospedale transcurre y ve crecer a Anna Maria, con sus alegrías y dificultades por la convivencia con la cantidad de huérfanas y la severidad de las monjas que velan por su sustento y desarrollo. Su natural virtuosismo y las clases que recibe, a la par que la impulsan a la superación, ocasionan que su maestro descubra que aquella niña, ahora adolescente, no es tan fácil de manejar. No solo tiene la habilidad y virtud de la ejecución y la composición, sino también el carácter para hacerle frente y defender su arte, su trabajo y su crédito, tanto en su ejecución con el instrumento como por su intervención en las obras que el maestro hace aparecer como propias.
Cuando Anna Maria tiene 17 años, goza ya de un gran prestigio, se le reconoce como Maestro y es la instrumentista más destacada del orfanato, respetada y admirada hasta por los más grandes músicos venecianos, el enfrentamiento con su maestro es fatal.
Abandona el hospicio, se pierde en los arrabales de la ciudad y todo hubiera terminado: carrera, virtuosismo, éxitos, gloria y sueños, si no hubiera sido por el feliz encuentro con Elizabetta Marcini, quien la rescata y le hace ver la realidad: «Tu fama no significa nada, le espeta. ¡Eres una chica! Una mujer, joven si prefieres. Da igual. No significa nada. ¿Nadie te lo advirtió?» (397). La devuelve al hospicio y la apoya hasta el grado de verla convertida en la directora musical del Ospedale della pietá, una vez que el maestro Vivaldi cambia su residencia a Viena.
Harriet Constable, la joven escritora de La violinista, aclara: Anna María della Pietá nació en Venecia y, en el mismo Ospedale murió 86 años más tarde.
(Harriet Constable, La violinista, Planeta, 467 pp)