La vida es disputa. Ganar o perder, prosperar o arruinarse, aventajar o sucumbir. El manido eslogan “paz y amor” de los hippies (y neo hippies) fue una frase feliz para celebrar la indolencia. Que se maten los otros (en Vietnam, en Belfast) al fin que nosotros somos la generación de las flores y la promiscuidad. Scott McKenzie lo pregonaba con su dulce voz: “If you’re going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair…”
La historia mexicana está plagada de reveses. Fuimos derrotados por los conquistadores (¿fuimos?) quinientos años atrás, lo mismo ocurrió con los norteamericanos en la guerra de 1847, y el Régimen de 1917-2000 derrotaría, por todas las vías, a sus adversarios. Lo mismo el Movimiento estudiantil de 1968 que el Movimiento Cristero de 1926, igual los movimientos sindicales del magisterio y los ferrocarrileros -de los años cincuenta-, que los focos guerrilleros de una década después.
Por ello la victoria de la escuadra mexicana sobre el equipo de Alemania, el domingo pasado, fue celebrada como una victoria de portento. ¿Cuándo, en los anales deportivos, podríamos haber soñado con vapulear a la oncena campeona del mundo?
Y ganamos. En mi diccionario ganar se define como “obtener lo que se disputa en un juego, en una batalla o en un pleito. Conquistar una plaza o un territorio”. De modo que vistas así las cosas, las victorias deportivas representan algo similar a un triunfo bélico pero sin disparar un solo tiro. Se le gana al equipo de un país como si se hubiera conquistado su cuartel general. Entonces una derrota futbolística de campeonato funciona como una capitulación, y eso explica toda la claque patriotera que acompaña el evento (los famososhooligans), dispuestos a liarse a puñetazos con los fanáticos de la escuadra contrincante, porque el futbol es la guerra misma, diría el teórico militar von Clausewitz, “pero por otros medios”.
Por ello la celebridad de aquel telegrama de 1862, cuando el general Ignacio Zaragoza informaba al presidente Juárez: “las armas nacionales se han cubierto de gloria”. Lo impensado: el ejército del general de Lorencez había sido derrotado (por Zaragoza y Porfirio Díaz) en el valle de Puebla. No es que se demostrase la supremacía del ejército mexicano (un año después sería vencido ahí mismo por las mismas tropas), sino que por primera vez en su vida como país independiente México lograba asestar un descalabro militar a un ejército invasor.
Aunque permiten el despliegue de los blasones patrioteros que todo ciudadano guarda en el corazón, las contiendas deportivas no son más que eso. Sin embargo en ellas permea un gen oculto que nos lleva a imaginar que de algún modo somos superiores al forastero. “Como México no hay dos”, “Jalisco nunca pierde”, “mi palabra es la ley”, se jactaba José Alfredo, con dinero y sin dinero, como si fuese el mismísimo Pancho Villa en Zacatecas.
Doblegar al contrario, “obligarlo a morder el polvo”, se decía antaño; humillarlo –es la expresión- por atreverse a menoscabar nuestra palabra. Las campañas electorales, está más que visto, no son otra cosa. Guerra sucia y …guerra limpia. ¡Pero dónde se ha visto eso? Y aunque aquí la victoria no es cosa de patadas y cabezazos (se supone), mucho de la porquería ventilada en la contienda se remite a las “peores maneras” que supone todo conflicto armado.
Así que no existe (ya no) aquelPeace & Lovede los sicodélicos años sesenta. El futbol es la guerra, y el que demuestre la mejor estrategia será campeón. Hay un solo ganador y muchos que no lo serán. Los votos, y los goles, se contabilizan para que cese por fin el periodo de hostilidades.
México le ganó a Alemania y muchos lo contarán a sus nietos. Como el abuelo aquel, don Manuelito de la Rosa (quien se desempeñara como corneta del general Zaragoza aquel 5 de mayo), y que hasta 1953 marchó en los desfiles nacionales cubierto de medallas como el trofeo vivo de aquella victoria en que derrotamos al franchute. Ganar o perder, ya lo decíamos.