Los abuelos suelen, o solían, ser incansables contadores de historias. En las horas vespertinas, cuando la lluvia caía a raudales, o cuando el sol arreciaba y volvía imposible una caminata, una salida a andar en bicicleta, a empinar papalotes, a jugar con los amigos del barrio. Ahí, en aquel sillón del recibidor, el abuelo atraía la inconstante atención del nieto y lo transportaba al mundo de lo insólito, de lo inesperado, de lo divino.
Yo no conocí a mis abuelos. El padre de mi mamá murió cuando era muy pequeñita, y el padre de mi papá, cuando el pequeño era yo. Pero sí tuve contadores de sueños: mi papá, que fue casi un abuelo al ser yo el penúltimo de 8 hijos. Él vino de Italia siendo un niño, dotado de una fecunda imaginación y una extraordinaria memoria. También tuve una abuela, que fue quien vino con mi papá, y en aquellas serenas tardes en su vieja casa contaba los tristes recuerdos de su patria, me enseñaba el dialecto véneto (la lengua de sus recuerdos) y cantaba las hermosas tonadas de su propia niñez y juventud. Y tuve Maestros…
Las historias, que se cuentan en pocas o muchas páginas, las novelas, suplen lo que ahora muchos padres y abuelos han omitido. Por las razones que sean. Esos cuentos, esas leyendas, esas remembranzas van, o iban, plenas de mensajes que alimentaban sueños y aventuras. También de muy oportunas invitaciones a imaginar, a pensar, a reflexionar lo que el trabajo, la honradez, el respeto, la amistad, el amor pueden lograr.
«En las novelas que leemos construimos los seres humanos nuestra identidad, nos definimos, sabemos cuáles son nuestras convicciones, cuáles son nuestros valores», dijo en una conferencia el escritor Juan Gabriel Vásquez (Las novelas, espacios de libertad, BBVA Aprendamos juntos 2030). Pero también añadió: «Con mucha frecuencia, las novelas son lugares donde pensamos lo que no se puede pensar, lo que está prohibido pensar, lo que está prohibido decir, y son por lo tanto estas novelas lugares de libertad». Y esto las hace peligrosas. Porque convierten las distopías en utopías, en sueños y ficciones que sí se pueden hacer realidad, que sí se pueden atraer, que sí pueden hacer alcanzable un mundo mejor.
El contador de cuentos es un creador de futuros. Y es un transgresor de los límites de su propia persona. Cervantes se volvió Alonso Quijano y así se convirtió en inventor de historias y pudo decir lo que no estaba permitido. Lo llevó a recorrer los campos de Castilla, ahora convertidos en todos los campos del mundo, para decirnos que aquellos poderosos y temidos gigantes no eran sino molinos de viento que había que derribar, que el gobierno de una isla es un embuste y no te da el poder de domeñar a tus semejantes, que todas las mujeres son princesas que iluminan el mundo, que aquella campesina es una bella moza que adorna y transforma el corazón humano, que aquellos prisioneros también son productos de una estructura huera, que los niños merecen un mundo alejado de la violencia y el crimen…
Las historias, las novelas son un motor y un sustento de una sociedad en donde la libertad sea posible, y por eso, y cito nuevamente a Juan Gabriel Vázquez, «Cuando una sociedad está dejando de ser democrática, cuando una sociedad está deteriorándose en su convivencia, una de las primeras cosas que pasan es que empezamos a perseguir las historias. Se empieza a prohibir que se cuenten algunas historias, se empieza a encarcelar a los escritores, se empieza a perseguir a los periodistas, a los historiadores, a los novelistas, a quienes cuentan historias, porque las historias son un espacio de libertad y de rebeldía».
Las historias, las ficciones, permiten que autor y lector se conviertan en otras personas, se multipliquen y vivan muchas vidas. Y desde ahí inventen mundos nuevos, vidas nuevas que sean tan humanas como lo podamos merecer. Aunque esta libertad despierte suspicacias y recelos. «Los que contamos historias de imaginación, los que utilizamos la literatura para ponernos en el lugar de otra persona y contar el mundo desde el lugar de otra persona nunca hemos sido del todo bien vistos. Hoy seguimos de alguna manera, y ustedes todos lo saben, condenando (o ignorando) a la persona que cuenta una historia desde el punto de vista de alguien que no es como él. Y lo miramos con malos ojos, y eso es profundamente triste».
«Nuestro derecho a imaginar la vida de otro, a contar el mundo desde la vida de otro, es lo que acaba convirtiéndose en palabras muy gastadas, pero muy importantes para nosotros, como “tolerancia”, como “empatía”… Eso es también aprender a respetar vidas distintas de la nuestra, opciones vitales distintas de la nuestra. Cuando eso se rompe la democracia sufre y la convivencia sufre. Esa es la importancia que tienen las ficciones».
Los niños, los jóvenes de ahora, necesitan que revivan aquellos abuelos, aquellos Maestros.
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