Sabemos por Homero lo que sucedió con los dioses en el Olimpo cuando Aquiles decidió retirarse a su nave y no participar más en la funesta guerra entre aqueos y troyanos, que culminó con la destrucción de Ilión.
Aquiles había enfurecido porque Agamenón lo obligó a entregarle a la hermosa Briseida, que había sido su trofeo de una guerra contra los tebanos. En aquella batalla Agamenón capturó a la joven Criseida, hija de Crises, sacerdote de Apolo. El sacerdote acudió ante Agamenón para pedirle que se la devolviera, pero Agamenón lo corrió de la peor manera, con crueles insultos y amenazas. Ante las súplicas del anciano, Apolo desató una tremenda peste que diezmó al ejército aqueo. Obligado Agamenón a devolverle su hija al sacerdote, se desquitó quitando a Aquiles a su hermosa Briseida.
Aquiles tuvo que entregarla y en feroz altercado con Agamenón amenazó no volver a pelear a favor de los aqueos. Aquiles, nos cuenta Homero, rompió en llanto como un niño y se quejó lastimero: «el olímpico Zeus que truena en lo alto debía honrarme y no lo hace en modo alguno». Al oírlo, su madre Tetis emergió del fondo de Océano y acudió a consolar a su pequeño: «¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas para que ambos lo sepamos».
Aquiles, «dando profundos suspiros», le narró lo que había sucedido y ella, como buena mamá, le contestó: «Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Zeus, que se complace en mandar rayos, por si se deja convencer».
Doce días tuvo que esperar la diosa a que el omnipotente Zeus retornara de una fiesta en el «país de los irreprochables etíopes». Tetis, saliendo de entre las olas del mar, subió al Olimpo y encontró a Zeus «sentado aparte en la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodándose junto a él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocole la barba con la diestra» y, en esta posición, le cuenta la desgracia de su tierno hijo y le pide que apoye a los troyanos para que derroten a los aqueos. «¡Prométemelo claramente, asintiendo o negando!», le urge Tetis. Zeus nada le respondió, «guardando silencio un bueno rato». Tetis insistió y Zeus le contesta, como todo obediente y regañado esposo: «¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Hera (su esposa) cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivos me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los teucros (aqueos). Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Este es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza». Y, para asegurarlo, «frunció las azules cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremeciose el dilatado Olimpo».
Tetis corre a contarle a su tierno hijo lo que ha logrado. Pero…, continúa Homero, «Hera, que, por haberlo visto, no ignoraba que Tetis, la de los pies de plata, hija del anciano del mar, con él departiera, dirigió en seguida estas injuriosas palabras al hijo de Cronos: ¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás lejos de mí, pensar y resolver algo secretamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas».
Zeus, furioso, le responde haciendo alarde de dolido esposo: «¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decidirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures adivinarlo».
Por supuesto, Hera, la celosa y sentida esposa, no puede contenerse: «¡Cruel Cronida, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los pies de plata. Al amanecer el día sentose cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas».
Zeus se enfurece más y le contesta: «¡Ah, insensata! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón, lo cual todavía te será más duro… Pero siéntate en silencio; obedece mis palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, si acercándome te pongo encima las invictas manos».
Ante estas convincentes razones, Hera se retira y tiene que intervenir su hijo, el cojo Hefesto-Vulcano, quien le recuerda que su cojera se debe a aquella vez en que tuvo la osadía de contradecir al Olímpico. Hera sonríe por la simpática intervención del herrero divino y, olvidando el suceso, inicia un brindis que duró todo el día, amenizado por la cítara de Apolo y las lindas voces de las musas.
El episodio culmina felizmente. Anota el pícaro Homero: «cuando la fúlgida luz de Helios llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios… y Zeus Olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostose; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono»…
Fin del pleito conyugal.