Acertijos

LOS LIBROS SALADOS

Columna Acertijos de Gilberto Haz

La historia de la lectura, a través de los siglos, revela que existen libros salados. Libros condenables. Libros malditos que queman las manos y ojos al tocarlos. Algunos inmisericordes (¿Qué demonios será inmisericorde?). Otros, malvados. La Iglesia católica fue experta en la quema de libros en tiempos de la Inquisición. Las pilas de los libros ardían como ahora arden muchos calenturientos neopolíticos veracruzanos, que quieren una mirada del Preciso o la bendición papal nopaltepecana para encumbrarse a las sagradas nóminas que da la patria a sus hijos preclaros. Las dictaduras militares hacían lo mismo, quemaban libros al por mayor. En el golpe chileno pinochetista, era clásico encontrar a la soldadesca echando a la hoguera libros del ‘cubismo’, solo porque el cubismo les asemejaba algo referente a Cuba y sus demonios castristas. Libros van y libros vienen y en la historia pasan como las pelotas calientes del béisbol en sus strikes. Rápidas, de las de 90 millas por hora. En los años cincuenta nació un libro, alguna vez de nuestra vida lo hemos leído, en esa época fue muy controvertido. Las madres santurronas y abuelitas faldas-largas se santificaban al leerlo, y el Jesús en la boca era su predicamento. Se llama El guardián entre el centeno, y esa historia del personaje Holden Caulfield, y su lenguaje mandado y provocador para retratar la sexualidad y la ansiedad adolescentes, lo convirtió en ese tiempo en uno maldito. Casi para herejes. Hoy, al paso de los años los expertos lo catalogan como uno de los más importantes del siglo XX y se encuentra en cualquier librería a precio módico. Debo decir que cada que voy a alguna librería compro uno para regalo. Como lo hago con Pedro Páramo, que debo tener unos cinco en mi biblioteca perrona. La historia de un guardián entre el centeno, que evita que los niños caigan al precipicio, fue el libro que catapultó a JD Salinger, quien hace un par de días acaba de morir a los 91 años y que, dicen sus herederos, dejó un manifiesto de publicaciones sin editar, porque jamás dejó de escribir. Uno puede imaginarse el impacto que causó en los años cincuentas, cuando no llegaban las minifaldas y cuando todavía a Marilyn Monroe no le alborotaba el vestido un escape de aire y viento del metro. Le llamaron libro maldito, porque Mark Chapman, el asesino de John Lennon, lo leía y tenía en su buró el día que liquidó al roquero. Y cuenta la leyenda, que hubo otros muchos asesinos en serie que lo tenían en sus como lectura de cabecera. A mí, la verdad, se me hizo aburrido y hasta hueva me dio terminarlo. Lo compro y regalo solo por molestar a uno que otro amigo. Pero ahí lo dejo como constancia de lo que ocurre en la vida, y de que siempre hay que tener un guardián entre el centeno. Por si las dudas.

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