Al sentirse incapaz de soportar la presión a que estaba sometida en su escuela, tras un colapso murió la joven maestra Jessy Vidal, de Cárdenas, Tabasco. A este triste suceso se añade el deceso de la maestra Yadira Arisbeth Hernández, quien falleció de un paro cardíaco en Ciudad Valles, S.L.P. cuando impartía clases en una secundaria.
Estas noticias no descubren casos fortuitos. Con mensajes como estos, muchos maestros continuamente están denunciando la inhumana tensión a que a diario están sometidos. Así, sometidos, por una estructura política-sindical que, lejos de apoyar, de fomentar el respeto a su trabajo, nobilísima profesión a la que se deben tantas vidas encaminadas al bien, a los valores fundamentales de una persona, de cada ciudadano, los tiene ahora bajo la lápida de la censura, de la exigencia burocrática (que no pedagógica), para que sean mudos cumplidores de las decisiones y exigencias que se toman desde atrás de un escritorio.
La vida magisterial es (o era) una vida que, si bien no trae consigo una continuada alabanza (por demás, no exigida por nadie), sí requiere de un respeto y un apoyo que deben ser casi incondicionales. Ser maestro, de cualquier grado escolar, es ahora estar sometido a autoridades insensibles, burócratas de pacotilla, líderes que han ido ascendiendo en el escalafón, no por su vocación magisterial, sino por su función de sustentadores de un sistema que ni valora ni respeta su elemental derecho a ejercer con el respaldo que exige su fundamental trabajo en la construcción de una sociedad más justa y libre.
En algunos países, ante el incremento de docentes que son doblados, quebrados en su salud, en su vida, han instituido el llamado Defensor del profesor: «Nos llaman llorando: docentes colapsan ante la falta de apoyo y recursos. Y continuamente el maestro se ve sometido a presiones de una realidad que los desborda, ante la que no tiene ninguna defensa y que lo abate sin remedio» (https://webdelmaestrocmf.com).
Maestros que truenan afectivamente por ser objeto de agresiones físicas o sicológicas por alumnos, padres de familia, compañeros de trabajo, directores, dueños de escuelas, líderes sindicales, autoridades educativas, etc. Agresiones que originan un desgaste emocional y el aumento de casos de depresión que lleva a algunos a abandonar esa profesión o a llegar al extremo del colapso como sucedió a las maestras Jessy Vidal y Yadira Arisbeth.
«Ser maestro, escribe una profesora, no es solo planear clases o llenar formatos. Es acompañar historias, contener emociones, sostener familias, responder a exigencias que no siempre reconocen nuestro cansancio ni nuestro límite humano. El cuerpo y la mente también se agotan. El alma también necesita descanso… Cuando un maestro se enferma o se quiebra, no es por falta de vocación: es resultado de un sistema que olvida que también somos personas» (La Profe Gamer).
Hay que escuchar a una profesora que publica: «Cuando una maestra muere, la noticia sacude por un momento los pasillos de la escuela… Un suspiro, un minuto de silencio, quizás una publicación en redes. Pero pronto, su plaza será ocupada, su nombre retirado de la lista, y sus responsabilidades pasarán a otras manos. Porque en el trabajo, aunque nos esforcemos al máximo, somos reemplazables. Pero en casa, no. En el corazón de sus hijos, de su pareja, de sus padres, esa maestra no se sustituye. No hay suplente para una madre que abrazaba aun cansada, para una hija que sostenía a su familia, para la mujer que entregaba todo por amor» (Mary De Cordero).
Lejos quedaron los tiempos en que el respeto y la gratitud era los valores que permeaban el trabajo docente. Desde el alumno que agrede al maestro, física o moralmente, hasta los padres de familia que le espetan que tiene que aguantar toda la violencia que sobre él se ejerce porque «para eso le pagan». Como si su labor en el aula (y aun fuera de ella) fuera una inicua servidumbre, una condena o una maldición.
«La docencia es hermosa, aclara otra maestra. La verdadera intención de enseñar, también; ver los avances y aprendizajes de los alumnos es una gran satisfacción que cada día se pierde por tener que entregar tanta carga administrativa, donde tu vida gira más en la escuela que en tu salud y tu familia. Quizás Dios hizo un alto en mi persona y me mandó a ser mamá nuevamente, para parar esto que, quizás por salud mental, sea definitivo… Por esto estoy pensando en no regresar» (Dalila Díaz Cárcamo).
Es verdad que hay profesiones que llevan aparejada una tensión constante y que vulnera a quien la ejerce. Pero el maestro tiene encima de su profesión la presión constante e ineludible de un batallón de chicos y jóvenes que, por ser natural y comprensiblemente reacios a una formación que implica disciplina y fuerte trabajo mental y afectivo, suelen ser reticentes. No es nada nuevo, pero sí es verdad que solo el trabajo conjunto de padres de familia, directivos escolares y autoridades educativas puede propiciar un ambiente sano que lo facilite, y proteja a quien lo asume.
No es victimizar. Pero sí debe escucharse y protegerse a quien solo puede ejercer su vocación con dignidad si va más allá de una paga, aunque sea justa y retributiva, porque implica alma, mente, voluntad, corazón: la vida misma.











