Pensemos, como principio, una pregunta: ¿República o monarquía? Una pregunta necesaria, ya que vamos a considerar la figura de un monarca mexicano. Esta alternativa fue largamente sopesada en nuestro país desde 1810, y se inclinó hacia la última más de lo que pensamos:
La idea de que el régimen monárquico era el idóneo para México está presente en nuestra historia política desde el movimiento insurgente encabezado por Miguel Hidalgo hasta el fin del Segundo Imperio, en el Cerro de las Campanas, en 1867. Muerto Hidalgo, el que fue su secretario, Ignacio López Rayón, realizó el primer proyecto para una constitución mexicana. En éste, López Rayón consideró la conveniencia de continuar bajo el régimen monárquico. En correspondencia con el propio Rayón fue José María Morelos quien se pronunció por borrar toda mención de Fernando VII y organizar al país bajo el régimen republicano. Por lo tanto, la dicotomía monarquía-república aparece desde la lucha misma por la independencia[1].
La caída de Iturbide, como primer emperador mexicano, había desprestigiado al régimen monárquico, pero la frustración que generó la república hizo que diversas personalidades recurrieran a la posibilidad de una restauración monárquica, a fin otorgar estabilidad al país, ante los continuos cambios y asonadas que estremecieron al gobierno durante las primeras décadas del México independiente. Napoleón III de Francia, líder indiscutible europeo, eligió a Maximiliano de Habsburgo, hermano incómodo del emperador Francisco José, para que gobernara México. Una vez que contó con el apoyo de Napoleón III, el 3 de octubre de 1863, los conservadores mexicanos le hicieron a Maximiliano, el 10 de abril de 1864, el ofrecimiento formal de la corona de México.
La figura de Maximiliano ha sido denostada por la crítica oficial, pero es necesario conocer al hombre y asumir nuestra historia. Para ello contaremos con los estudios recientes de profesionistas de la historia, que nos narrarán los avatares de este hombre que fue seducido por México, y que, por amor a él, procuró mejorarlo.
A su llegada a México, Maximiliano tuvo como prioridad conquistar a los liberales, con quienes se identificaba. El liberalismo del emperador lo enfrentó con quienes lo habían llevado al poder. Esto debido a que reconoció la legislación juarista e incluso invitó a Benito Juárez a formar parte de su gobierno como Ministro de Justicia —aunque este no aceptó—, e integró en su gabinete a liberales distinguidos. Por otra parte, ratificó las leyes que despojaban de sus bienes a la iglesia a pesar de las presiones recibidas por parte del Vaticano y del obispo de México; proponía que el registro de nacimientos y los cementerios estuviesen sometidos al poder civil, y promulgó muchas normas acordes con el liberalismo de la época. Se preocupó especialmente por los indígenas, a quienes, de acuerdo con los consejos de su suegro, el rey Leopoldo de Bélgica, consideraba prioritarios para su gobierno por ser los verdaderos dueños de estas tierras.[2]
A partir de abril de 1865, primer aniversario de su aceptación de la corona, Maximiliano dictó diversas medidas legislativas que no agradaron al clero, y que desde entonces se constituyó en uno de los más fuertes opositores a su política liberal. También estableció la garantía de audiencia, por la que todo mexicano, y en particular los indígenas, tenía derecho a obtener audiencia del emperador para presentarle sus peticiones y quejas. El habeas corpus, derecho destinado a proteger la libertad personal contra las detenciones arbitrarias o ilegales -antecedente del amparo mexicano-, quedaba consignado al determinar que nadie podía ser detenido —salvo en el caso de delito in flagranti— sino por mandato de autoridad competente y sólo cuando obraran contra el reo indicios suficientes para presumirle autor de un delito. Asimismo, el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano reconocía el principio de irretroactividad de la ley al establecer que ninguna persona podía ser juzgada sino en virtud de leyes anteriores al hecho por el que se le juzgaba, y el de la inviolabilidad del domicilio al prohibir que fuese cateada la casa ni registrados los papeles de ningún individuo sin mandato previo y con los requisitos establecidos por la ley.
LEGISLACIÓN SOCIAL.
El emperador restringió las horas de trabajo de los peones, rompió con el monopolio de las tiendas de rayas, abolió el trabajo de los menores de edad, restauró la propiedad comunal, canceló las deudas mayores de 10,000 pesos de los campesinos y prohibió toda forma de castigo corporal, por lo que quedaron abolidas en las haciendas los castigos de prisión, cepo, latigazos y en general todas las sanciones corporales. El tema de la restauración de la propiedad comunal era anatema para un liberalista extremo como Juárez, pero Maximiliano vio en ella una institución inmemorial, que tenía muchos beneficios. Apenas llegó Juárez al poder, la abolió de nuevo.
La Ley del Trabajo, como tantas otras de la legislación del Segundo Imperio, inspiradas también por un sentido de justicia, encontró una fuerte oposición de casi todos los sectores de la población. La supresión del peonaje acrecentó la hostilidad de los grandes hacendados en contra del emperador; quienes querían a un gobernante conservador, que defendiera sus intereses, y no a un liberal. Los monárquicos que habían apoyado su venida también se manifestaron contra su ley de imprenta, que defendía la libertad de prensa; contra la de justicia, que creaba la figura del ministerio público; contra la de instrucción, que sentaba las bases para la educación primaria obligatoria y gratuita a lo largo del Imperio, sin olvidar que no revirtió la desamortización de los bienes de la Iglesia.
Maximiliano no había engañado a nadie: desde su discurso de aceptación del trono, el 10 de abril de 1864, el emperador manifestó que aceptaba el poder constituyente con el que lo investía la nación, representada por los miembros de la comisión que le ofreció el trono de México, y que sólo lo conservaría el tiempo necesario para establecer “un orden regular e instituciones sabiamente liberales”.[3] “Como apasionado de las ideas liberales, lo organizó desde esta perspectiva; ejemplifica esa ideología las siguientes acciones: acepta en su gabinete a muchos liberales moderados; niega a Pío IX la petición de derogar las Leyes de Reforma, aunque acepta la religión católica como de Estado; permite la libertad de cultos, sanciona el registro civil, seculariza los cementerios y sostiene la separación de la Iglesia y el Estado; es decir, se conforma al espíritu de la Constitución de 1857 y de las Leyes de Reforma”.[4]
Estableció la ley electoral de los ayuntamientos, la ley de garantías individuales, el decreto de libertad de trabajo, favorecedor de los indígenas que trabajaban como peones al declararlos “libres” y al proponer la extinción de las deudas que tenían contraídas con sus otrora amos. También estableció las normas sobre la forma de promulgar las leyes y las de organización del cuerpo diplomático y consular, la del notariado, la ley sobre lo contencioso administrativo y su reglamento, las leyes sobre administración de justicia y organización de los tribunales y juzgados del imperio, la del Tribunal de Cuentas, la del establecimiento del Banco de México como banco emisor, y la ley y el reglamento sobre inmigración.
Mandó publicar varias leyes y decretos en materia agraria, y, entre ellas, la ley del 1o. de noviembre de 1865, que dirimía los conflictos entre los pueblos en materia de tierras y aguas, y la ley del 26 de julio de 1866 que ordenaba que los terrenos que pertenecían a los pueblos en forma colectiva fueran adjudicados en propiedad individual a los vecinos, prefiriéndose los pobres a los ricos, los casados a los solteros y los que tenían familia a los que carecían de ella. Por esta ley, la distribución de la tierra a los campesinos sería gratuita hasta el límite de media caballería por familia y ciertos terrenos de aprovechamiento colectivo continuarían bajo un régimen de propiedad comunal. Hallamos en ella un liberalismo —la preferencia por la propiedad privada—, atemperado por consideraciones de sentido común y respeto a las tradiciones locales.
Junto a la abolición del peonaje suprimió los castigos corporales y las tiendas de raya (que los gobiernos posteriores volvieron a aceptar, hasta que la Constitución de 1917 los vetó). Estableció jornadas de trabajo de 12 horas y prohibió la leva para incorporar elementos al ejército. No es exagerado decir que el Segundo Imperio fue el primer gobierno mexicano que instauró leyes, reglamentos y normativas que protegían y fomentaban los derechos sociales. José C. Valadés afirma, fundadamente, que México, con la legislación maximiliana, fue el primer país del mundo en tener una ley protectora del trabajo y de los jornaleros.[5]
POLITICA INDIGENISTA Y RECUPERACIÓN DE ANTIGÜEDADES MEXICANAS[6]
Maximiliano de Habsburgo era portador de una tradición política que había logrado mantener el dominio de Viena sobre un imperio multiétnico, aun contra los embates nacionalistas del siglo XIX —exceptuando el caso del norte de Italia-. La aceptación de diferencias —como el idioma—, y el respeto a los derechos de ciertas comunidades nacionales —como el caso de Hungría, que es especialmente ilustrativo— contribuyeron al éxito de la política austríaca.
Maximiliano y Carlota, quizás tanto por su afán de “mexicanizarse” como por un interés por la arqueología y sociedades antiguas muy difundido entonces en Europa, abrazaron entusiastas el pasado prehispánico de México. Maximiliano incorporó el símbolo azteca del águila sobre el nopal devorando una serpiente al escudo imperial, compró un cuadro que representaba la fundación de México, y encargó seis frescos de paisajes históricos con temas prehispánicos para decorar los muros del castillo de Chapultepec. En sus viajes por el interior del imperio, tanto el emperador como su esposa visitaban los restos de las civilizaciones precolombinas, y Maximiliano pedía que se le tuviera al tanto de los nuevos descubrimientos, que acudía a visitar espontáneamente. En diciembre de 1865 el gobierno imperial decretó el establecimiento de un Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia, dentro del Palacio Nacional, que contendría pinturas, pequeños monumentos y modelos de sitios arqueológicos, y dispuso crear un museo similar en Mérida. Además, los emperadores se propusieron recuperar parte del patrimonio histórico de su nueva patria, y escribieron a Europa pidiendo que se enviaran a México el penacho de Moctezuma, su manto de plumas, su arco y su carcaj.
Entre los objetos que escogieron para mostrar al mundo la riqueza y los atractivos de México en la Exposición Universal de París de 1867, estaban las Cartas geográficas de todos los idiomas mexicanos de Manuel Orozco y Berra. Maximiliano patrocinó, además, la edición de su Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México, precedidas por un ensayo de clasificación de las mismas lenguas y de apuntes para las inmigraciones de las tribus. Curiosidad y simpatía sinceras parecían reflejarse en la “tierna solicitud” que manifestaban los emperadores hacia los indígenas, nada común entre los liberales de la época, que pretendían que todos debían tratarse como iguales, sin consideración a sus particulares características y necesidades.
Al emperador también le preocupaban la pobreza de las comunidades rurales, la situación de los jornaleros en las haciendas, y, sobre todo, la violencia desestabilizadora que habían desencadenado el proceso de desamortización y la guerra civil: a la llegada de los emperadores, gran parte de las poblaciones indígenas estaban levantadas en armas —apaches, yaquis, mayos, coras en el norte y mayas en Yucatán-. Para remediar esta situación, el gobierno imperial puso en marcha una serie de medidas que conformaron el “proyecto indigenista” del Segundo Imperio. Maximiliano promovió el estudio de la problemática indígena, por medio de un comité, presidido por Francisco Villanueva, y, posteriormente, mediante la Junta Protectora de las Clases Menesterosas. Patrocinó también el estudio de Francisco Pimentel, Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena en México, y medios para remediarla, publicado en 1866. De manera más personal —y más política— el emperador, en sus viajes por el interior, se hacía acompañar por Faustino Galicia Chimalpopoca, “quien, conocedor del idioma mexicano, podía tomar exactos informes sobre el estado y necesidades de los pueblos indígenas”.
Así, la legislación imperial fue, aunque fiel a los principios liberales, más sensible a los problemas indígenas, y procuró conciliar los intereses de las comunidades con los del Estado. Con la ley del 16 de septiembre de 1866, pretendió remediar los abusos que se había hecho de la ley Lerdo para despojar a las comunidades indígenas del fundo legal y de los ejidos, otorgando a las poblaciones de más de 40 habitantes y escuelas de primeras letras, un terreno “útil y productivo” igual al fundo legal; a las poblaciones de más de 200 familias, un espacio de terreno “bastante y productivo” para ejido y tierras de labor, según las “necesidades de cada casa”. La ley sobre terrenos de comunidad y de repartimiento se promovió para atenuar algunos de los perjuicios que producía a los indígenas el sistema de denuncia. La legislación imperial de ninguna manera pretendía proteger formas de vida y de producción tradicionales, sino que, al igual que los gobiernos liberales, proponía integrar a estas comunidades a una economía dinamizada por la propiedad privada. Pero estas medidas también demuestran que se intentó ofrecer a las comunidades indígenas una especie de paliativo en su “tránsito a la modernidad”.
¿Cuál era la actitud de la Junta hacia otros aspectos de la cultura indígena? En el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano se indica que una de las atribuciones del Ministerio de Instrucción Pública y Cultos es “promover la enseñanza de las antiguas lenguas indígenas”, a la par que la de las lenguas clásicas y orientales.
Los objetivos finales del gobierno de Maximiliano en cuanto a la población indígena —su asimilación a una sociedad “moderna”— son muy similares a los de los llamados gobiernos liberales. Pero mientras éstos se conformaron con exaltar los dogmas de libertad e igualdad formales, el gobierno imperial creó una serie de mecanismos conciliadores para facilitar la integración de los indígenas.
Quizás Niceto de Zamacois tenía razón: el entusiasmo que generaron Maximiliano y Carlota entre la población indígena se debía a que “era una novedad para ellos verse invitados a tomar parte en la cosa pública”[7], en lugar de estar eternamente marginados.
CULTURA.
El nuevo emperador quería ser el monarca ilustrado de una nación ilustrada, por lo que dio impulsó a la educación, estableciendo, en la Ley de Instrucción Pública del 27 de diciembre de 1865, que la enseñanza primaria sería gratuita y obligatoria y -con una visión de su importancia-, la obligatoriedad de la enseñanza de los idiomas francés e inglés.
Ordenó que los profesores de liceos fueran elegidos entre los que hubieren servido de catedráticos “con mayor aprovechamiento y desprendimiento”, y que desempeñaran el empleo por tres años; después de ese tiempo debían sustentar un examen y los que aprobaban quedaban incorporados definitivamente, pero quienes no pasaban (en consonancia con la norma que “lo que no se puede evaluar no sirve”) se les removía definitivamente. Estricto en cuanto a la atención a los alumnos, el artículo 76 señalaba: “Ningún profesor, sin causa justa y que dé previo aviso al Director, podrá faltar a una sola lección.”[8] Pero era razonable con los profesores, quienes no estaban obligados a dar más de 25 lecciones semanales.
Con moderna visión, permitía la instrucción doméstica en las casas de los alumnos, pero para que fuera válida “debían matricularse oportunamente en los liceos y colegios públicos, y examinarse en los que se hubieran matriculado” (artículo 135).[9]
En 1865 Maximiliano dirige una nota a su ministro de Instrucción Pública y Cultos en donde expresa su deseo que se establezca en Palacio Nacional un “Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia” y que concentre en este edificio “todo lo que de interesante para las ciencias existe en nuestro país”. Esta y otras medidas obedecen a un interés, heredado de la tradición ilustrada europea, por los estudios de la flora y la fauna.
Ordenó traducir al náhuatl los decretos imperiales, a diferencia de los otros gobiernos liberales, previos y posteriores, que establecieron el castellano como el único idioma nacional. Eran novedosas las fiestas del castillo organizadas por la emperatriz para recabar fondos destinados a la caridad y la visita del Emperador a Dolores Hidalgo para ser, el 15 de septiembre de 1864, el primer gobernante en dar el grito de independencia en el lugar original en el que se produjo.
Creó la Academia Imperial de Ciencias y Literatura y varias sobre fomento de la cultura, entre las que destaca la ley del 16 de julio de 1864 sobre la conservación de los documentos históricos.
Los proyectos urbanísticos realizados por el emperador siguen presentes en la Ciudad de México: transforma el Castillo de Chapultepec, embellece el Zócalo, reforesta la Alameda, promueve la conservación de las pirámides de Teotihuacán, crea -como se ha dicho- un museo de arqueología y gasta parte de su fortuna en unir al Castillo de Chapultepec con el Centro Histórico mediante “El Paseo de la Emperadora”, que es hoy el Paseo de la Reforma.
Reorganizó la Academia de Artes de San Carlos. La remodelación de Palacio Nacional y el Castillo de Chapultepec aportarían eventualmente tesoros artísticos y ornamentales que aún perduran en exhibición en ambos recintos. En 1865, al conocer el acueducto del padre Tembleque, la obra hidráulica más importante del virreinato, ordenó reconstruirlo. Uno de estos puentes posee la mayor arcada de un solo nivel construida en todos los tiempos para una obra de esta clase. Los gobiernos posteriores lo ignoraron, incluyendo el de Benito Juárez. Ahora forma parte del Patrimonio de la Humanidad en México, y ha sido inscrito como unos de los patrimonios relevantes que México ha aportado al mundo.
Maximiliano, así como Carlota (lo que se muestra por su epistolario) era un amante de México, de los mexicanos y un hombre con vocación para gobernar. Desinteresado y poniendo siempre en primer lugar al país que adoptó como propio, pudo escribirle a Juárez el testamento espiritual de un mexicano:
Próximo a recibir la muerte, a consecuencia de haber querido hacer la prueba de si nuevas instituciones políticas lograban poner término a la sangrienta guerra civil que ha destrozado desde hace tantos años este desgraciado país, perderé con gusto mi vida, si su sacrificio puede contribuir a la paz y prosperidad de mi nueva patria.
Íntimamente persuadido de que nada
sólido puede fundarse sobre un terreno empapado de sangre y agitado por
violentas conmociones, yo conjuro a usted, de la manera más solemne y con la
sinceridad propia de los momentos en que me hallo, para que mi sangre sea la
última que se derrame y para que la misma perseverancia, que me complacía en
reconocer y estimar en medio de la prosperidad, con que ha defendido usted la
causa que acaba de triunfar, la consagre a la más noble tarea de reconciliar
los ánimos y de fundar, de una manera estable y duradera, la paz y tranquilidad
de este país infortunado.
[1] Patricia Galeana, en Estatuto Provisional del Imperio Mexicano, 1865, dentro de La legislación del Segundo Imperio, INEHRM, México, 2016, p. 83.
[2] Cfr. idem, p. 88-89.
[3] Idem, p. 91.
[4] José Antonio Gutiérrez G., p. 153.
[5] Valadés, 1993, p . 269.
[6] Cfr., para este inciso, Érika Pani, ¿”Verdaderas figuras de Cooper” o “pobres inditos infelices”? La política indigenista de Maximiliano, en Historia Mexicana, El Colegio de México, Vol. 68, Núm. 3 (271).
[7] Zamacois, 1886, Tomo XVI, p. 754
[8] Idem, p. 162.
[9] Idem, p. 166.