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Otoño, verano

«La historia es un matadero y  en cada gira turística está presente la soez y la cruel ordinariez de quien disfruta del sufrimiento de otros seres como de un espectáculo», (Claudio Magris, “En Londres, en los pupitres del colegio”, El infinito viajar, pág. 64).

Voy leyendo una crónica de los sucesos del día 14 de noviembre, recién pasado. La escribe Alberto Capella, a quien no conozco. Me gusta su manera de descifrar cada momento, porque, según él señala, lo hace con base en la experiencia que ha acumulado tras 20 años de participar en manifestaciones, unas veces como actor manifestante y otras como estratega para manejar ese tipo de situaciones. Que ni una cosa ni otra son como para improvisados y novatos.

Me estremece el recuento de los hechos, porque en un rincón de mi cerebro y de mi corazón está mi eventual y no planeada participación en un suceso algo parecido, aunque este haya ocurrido sin rastros de violencia. Fue fortuito que, asistiendo en la ciudad de México a unos cursos, fui a presenciar la película anunciada como Los complejos, con Lando Buzzanca, famoso cómico italiano de aquellos tiempos.

Cuando salí de la función, me encontré, de pronto, en medio de un sunami de personas. Miles y miles de jóvenes estudiantes (muchos dieciocheros, como yo), mezclados con trabajadores, obreros, empleados, gente mayor, etc. Todo ese río humano marchando en estremecedor silencio. No se oía sino el ruido de las cortinas de fierro que los comerciantes bajaban a manera de  cautelosa protección. Aquella famosa Marcha del silencio (13/09/68) fue encabezada por un personaje que hizo historia por su entereza, valentía y presencia moral: el doctor Javier Barros Sierra, rector de la UNAM.

No hubo un solo disparo, ni golpes de toletes, ni gases lacrimógenos, ni murallas que derribar.

El espeluznante silencio fue el grito atronador que retumbó en todo el país, y aun afuera de él, pese a la sombra de un siniestro presidente que, poco tiempo después, asumiría la responsabilidad de autorizar una masacre en la explanada de Las tres culturas, en Tlatelolco. Fatídico 2 de octubre que sembró la esperanza de un nuevo país, no más libre pero sí menos servil; no más justo, pero sí menos parcial; no más democrático, pero sí menos tiránico…

Ese 1968 se sembró la esperanza en un nuevo país, como la que soñaron multitudes de jóvenes en Italia, en España, en Francia, en Alemania, en Polonia, en Hungría, en Checoslovaquia…

Aquí, en esa Checoslovaquia, ahora mutilada en República Checa, hay un muro que cuenta la historia de aquel 1968. Ahí se admiran cientos de frases, de imágenes, de proclamas que atestiguan los gritos de aquellos soñadores que, motivados por la incorrupta valentía de los jóvenes, tuvieron la osadía de enfrentar a los esbirros de los gobiernos del Pacto de Varsovia en la jornada que se recuerda como la Primavera de Praga.

Aquellos jóvenes, al estar frente a frente de los soldados soviéticos, no agredieron a nadie, no arrojaron piedras a nadie, no levantaron la mano para herir a nadie, no lanzaron bombas molotov contra nadie, no derribaron murallas: portaban flores que ofrecieron a aquellos que, ayer como hoy, en todos los ejércitos de todos los países del mundo, no son alienígenas, traídos de otro planeta, sino conciudadanos, padres de familia, hijos, esposos, empleados, obreros, campesinos que, por la leva, por imposición gubernamental, por necesidad o por no haber otra opción, se alistaron en aquellos cuerpos represivos.

Los jóvenes checos de aquella Primavera salían de sus escuelas, de sus hogares y se encontraban con sus botes de pintura y sus brochas frente a aquel muro. Escribían, dibujaban sus proclamas y, ante el peligro de ser arrestados por los policías locales, huían despavoridos a ocultarse para sobrevivir ilesos. Al salir el sol hacían su aparición los guardias y borraban aquellos reclamos, aún fresca la pintura. Pero… aun sabiendo a carta cabal quienes eran los autores de las pintas, se retiraban del lugar una vez borradas las proclamas. Por la noche, regresaban las brochas y los cubos de pintura, y vuelta a atiborrar el muro de leyendas. Pero, curiosamente, los policías no se apersonaban sino hasta el amanecer, y vuelta a repetirse todo el ritual. Unos y otros sabían lo que hacían, unos, a repintar sus reclamos, otros a borrar y dejar el muro listo para que llegaran los «rebeldes».

No hubo esquiroles, no hubo sanguinarios policías. Los sanguinarios vendrían de otro lado, de aquellas tropas de la Unión Soviética. Y hubo una Primavera que inspiró este poema que yo, aún con el sabor agridulce de aquel ’68, me atreví a traducir:

PRIMAVERA DE PRAGA

Francesco Guccini

De antiguos fastos la plaza vestida

gris despertaba a una nueva vida;

como cada día la noche llegaba, con

sus mismas frases los muros de Praga.

Mas pronto la plaza se cerró a la vida

y lanzó un grito la multitud perdida

cuando las llamas violentas y atroces

rompieron en gritos los cantos, las voces.

Cual halcones acechan sus tanques

y corroen las voces sus rostros quemantes,

corre el dolor asurando calzadas

y lanzan sus gritos los muros de Praga.

Cuando la plaza se cerró a la vida

manaba sangre la muchedumbre herida,

cuando las llamas con denso humo negro

dejando la tierra se alzaron al cielo.

Cuando de sangre tiñeron sus manos,

cuando los humos se esparcieron lejanos,

Jano ahora en su hoguera quemaba

el vasto horizonte del cielo de Praga.

Dime quiénes son esos hombres pausados

con odio entre dientes, los puños cerrados;

dime quiénes son esos hombres cansados

de bajar la cabeza y seguir caminando.

Di de quién es ese cuerpo que lleva

y lo acompaña en silencio la ciudad entera,

la ciudad entera que muda lanzaba

una esperanza hacia el cielo de Praga.

(La noche del 21 de agosto de 1968 las tropas del Pacto de Varsovia atravesaron la frontera bohemia y eslovaca y ocuparon de manera fulminante todo el territorio de Checoslovaquia. Era la Primavera de Praga: dispersados, explosiones. El rugido de un cordón de tanques, las voces desesperadas de la gente que trata de convencer a los soldados invasores de que no disparen y los dejen soñar con un socialismo de rostro humano. Así naufragó en sangre y represión aquel 68 del Este europeo).

Tomado de «Punto d·incontro». Giornali degli italiani. Año IX, número 3. Septiembre-octubre de 1998).

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