N. de R.- En el marco de los festejos de Los 400 Años de la Fundación de Córdoba sentimos que como periodistas debemos aportar creatividad y trabajo para que nuestra historia se difunda mejor. Es por ello que pedí a mi ex compañera Tere Herrera volviera a recopilar las leyendas que otra gran amiga y ex compañera del diario en el que tuvimos la dicha de trabajar, las escribiera: Rosa Galán Callejas, Rosa de Córdoba quien para miles de cordobeses y en especial para mi es una de las mujeres ilustres de nuestra ciudad.
Por Rosa María Galán Callejas
LEYENDA DE LA ESQUINA DEL MASCARÓN Y EL GALLO DE ORO
Dicen las viejas historias que nos hablan del legado de doña Ana Francisca de Irivas, que la dignísima señora donó allá por la década de 1750 una cuantiosa fortuna destinada a la creación de la Casa Convento donde habrían de ser educadas las doncellas mejor nacidas de la Villa.
La realización del proyecto que sufrió varios cambios y demoras durante las épocas en que fueron virreyes de la Nueva España don Miguel de la Grúa Talamanca, Marqués de Branciforte y su noble sucesor don Miguel José de Azanza, abrió por fin sus puertas como Colegio de Santa Rosa en la vieja manzana que ocupó después de muchos años la Escuela Secundaria, dando origen más tarde el famoso legado al plantel que hasta nuestros días se conoce como Escuela del Mascarón, nombre que le dio tradición por la casa que ocupa en el cruce de la avenida tres y calle nueve, donde ha habido siempre por el lado de afuera una máscara incrustada en la pared.
En la contra-esquina, otro edificio que fue también antiguo caserón y que tuvo en sus muros la figura de un gallo; completa el relato que narra la leyenda del Mascarón y el Gallo de Oro, y que dice lo siguiente:
Vivía en otras edades en la Villa de Córdoba un acaudalado señor llamado Don Ladrón Clavijo y Mauleón, familiar quizás de aquel otro digno hidalgo que desempeñó la alcaldía mayor del real lugar allá por el año de 1640 y cuyos nombres y apellidos se escribieron: Don Ladrón de Peralta y Mauleón.
De noble abolengo heredó el de Clavijo junto con los títulos y la residencia de sus mayores tanto pesados doblones, que muy sobrado de ellos, después de haber hecho varios legados y caridades, decidió para su seguridad enterrar el resto de su fortuna en los terrenos de la casa que en aquellas épocas lindaban con los caminos de herradura.
Como un pretexto cualquiera, mandó el caballero a fabricar bajo el escalón de la puerta que daba entrada a los traspatios, una bóveda donde poco a poco fue encerrando sus tesoros.
Dice la fábula que aquel lugar era precisamente el corral de la casa donde había un gallo madrugador, único testigo del escondite, ya que su dueño aprovechaba las horas del alba en que creía que todo el mundo dormía, para enterrar las botijas llenas de oro.
No sabemos cuál fue la causa pero el hidalgo pasó a mejor vida sin haber tenido tiempo de revelar su secreto, y la enorme mansión lujosamente amueblada fue repartida entre los dos únicos parientes lejanos que había, quienes quedaron muy satisfechos con la herencia pensando que su noble deudo se habría gastado las onzas de oro en aquellos legados y caridades.
Cada uno con su parte empezó a hacer reformas en la casa que pusieron en venta, decidiendo entre otras muchas cosas, deshacerse de los animales que les estorbaban, y después de malbaratar galgos y podencos, le ordenaron al sirviente que matara al viejo gallo que vivía solo en el fondo del traspatio.
El muchacho compadecido del pobre animal lo puso sobre el escalón de la añosa puerta y lo tapó con un canasto, yendo a decir a los amos que sus órdenes estaban cumplidas.
Cuentas las consejas que aquella misma noche, cuando el compadecido mozo fue por el gallo para llevárselo al corral de su pobre casa, el animal cantó dos veces con voz humana diciendo: Debajo de este viejo escalón enterró sus doblones Don Ladrón de Clavijo y Mauleón”.
Dueño del secreto, el sirviente sacó las botijas repletas de oro y con el tiempo compró la mitad de la casa mandando a poner en la parte de afuera la figura de un gallo, que narran los relatos antiguos, estaba vaciado en oro.
A los pocos años, en la contra-esquina, un misterioso y acaudalado señor que vino a vivir a la Villa de Córdoba, construyó otra casona adornando sus paredes con una extraña cáscara, y el lugar empezó a ser conocido en el poblado como la encrucijada del Mascarón y el Gallo de Oro.
Las leyendas aseguran que por las noches las dos figuras hablaban narrando viejas historias de la Villa, que la tradición oral se ha encargado de conservar a través de muchas generaciones.
En aquella encrucijada, dicen que se oyó contar por primera vez de las virtudes y abnegación de las nobles damas fundadoras, de quienes la historia nada comenta, concretándose a nombrar sólo a los dignos hacendados y dejando que sea el poeta quien escriba de ellas comparándolas con treinta palomas que jamás volaron. En el cruce de aquellas veredas se hicieron muchos comentarios del añoso subterráneo, por cuyos largos y oscuros corredores transitaban las carretas llenas de oro rumbo a la Casa del Diezmo, y se oyó contar de doña Catalina de Erazo; la Monja Alférez, cuando pasó con sus recuas camino de Orizaba. Dicen también que el Mascarón y el Gallo de Oro saben todos los nombres de las señoras cordobesas que donaron sus prendas para fundir la voz de las viejas campanas, y que relatan las leyendas de la Calle del Santo Cristo, de la Cuesta del Indio, del Temor de Dios y de la Señora del Peregil; ellos saben dónde están escondidos los tesoros del Charro Negro y vieron pasar huyendo en medio de las sombras de la noche a Jesús Arriaga, alias Chucho “El Roto”, que vivió muchos años escondiéndose en la vieja Hacienda de San Francisco. Una frente a la otra, narrando historias y haciendo comentarios de todo lo sucedido, vieron desfilar a través de los años que se volvieron siglos los grandes acontecimientos de la Villa con sus armas y sus festejos sociales; ellos saben quién llamó a los días torrenciales de 1714 “Año del Diluvio”, vivieron el terremoto que derrumbó la torre de la Parroquia de la Purísima y conocen la feliz mano que sembró en nuestro parque 21 de Mayo las cuatro palmas reales. Y así seguirán narrando historias y consejas porque, aunque ya hace muchos años que las dos figuras originales fueron quitadas de aquellos sitios, en las noches sin luna cuentan que se oyen todavía sus voces sonoras que hablan de viejos relatos.
Alguien que sabe de estas cosas, agrega a la fábula del Gallo de Oro la narración que el Mascarón hace su misterioso dueño, de quien dice que era un viejo pirata, que cansado de navegar por todos los caminos del mar-océano, vino al Nuevo Mundo con los Filibusteros que en el año de 1678 saquearon el Puerto de Campeche, llegándose después hasta el de Alvarado a donde arribó con su nave llamada “La Mascarona” por la careta que como trofeo lucía el velero navío en uno de sus costados y que después de haber repartido entre la tripulación el botín de guerra decidió internarse en la tierra firme escogiendo la tranquila Villa de Córdoba para sentar plaza, porque siendo originario de la Córdoba, España, le tomó cariño al lugar donde con los pesados tejos de ojo que le correspondieron de sus correrías levantó la casona adornando sus paredes con aquel mascarón de pirata, que con un parche sobre el ojo vio transcurrir los años de la Colonia con su larga caravana de nobles virreyes, esforzados guerreros, y dignos y sabios Príncipes de la Iglesia.
No hace muchos años unos señores que vinieron de la América del Sur y que emparentados con las viejas familias cordobesas vivieron una larga época en el añoso caserón, de paso por esta ciudad donde visitaron sus antiguos lares, confirmaron la leyenda del viejo lobo de mar mostrando a la señorita directora de ya entonces colegio, un vetusto muro que dividía los patios principales de lo que un día fueron las huertas de la casa, y en cuya pared se veía todavía claramente pintada una nave corsaria que lucía en el costado la misma figura del mascarón que hallaba todavía entonces adornando la escuela por el lado de la avenida.
En nuestros días, los dos caserones están totalmente reformados pero el cruce de las calles se sigue llamando la Esquina del Mascarón, y existe en los alrededores de la ciudad, un molino de arroz cuya razón social gira con el nombre del Gallo de Oro, conservando sus dueños la tradición (quizás sin conocer el maravilloso relato que desde el año de 1640 en que un acaudalado hidalgo llamado Don Ladrón de Clavijo y Mauleón enterró sus doblones en aquella contra-esquina) vienen narrando las consejas que de boca en boca de las dos figuras escuchan por las noches los que tienen la suerte de saber oírlas, y que entre otras muchas cosas, sucedidas a través de los siglos, nos hablan del famoso legado de la dignísima señora a quien la historia nombra y apellida doña Ana Francisca de Irivas y cuya feliz memoria está perpetuada en la actual Escuela del Mascarón, que allá por el año de 1750 abrió primeramente sus puertas como Colegio de Santa Rosa, respetándose los deseos de su noble fundadora, para que en él fueran educadas las doncellas mejor nacidas de la Villa de Córdoba. (CONTINUARÁ)