Durante la segunda insurrección de los negros sublevados en el año de 1735 por el falso rumor que un mulato llamado Miguel de Salamanca, criado de aquel noble señor que fuera don Lope Antonio de Irivas, hizo correr en la región acerca de la libertad que el Rey de España Don Felipe V, había concedido y que ocasionó el levantamiento en masa de los cimarrones por el rumbo de San Juan de la Punta y Omealca; haciendo que en las Lomas de Huilango cundiera el pánico a tal grado que sus habitantes permanecieron en pie de guerra varias semanas, obligando al alcalde mayor de lugar don Félix Chacón de Medina a tomar enérgicas providencias con el fin de sofocar la insurrección; vino al poblado un individuo destinado a la triste tarea de marcar a los esclavos con un hierro candente que se les aplicaba en el muslo o en la mejilla, según fueran indios Naborios o negros Cimarrones.
Cuentan las leyendas de Cruz Verde, que tal individuo, hombre cruel y sin entrañas que con verdadera ferocidad ejercía el cargo de Mayordomo de Encomienda y que era conocido en el poblado como un réprobo y mal intencionado, fue a vivir por el rumbo de arriba de la Villa frente a la Plazuela, donde hacía pocos años había sido edificada la iglesita que bajo la advocación del señor San José le dio desde aquellos días de 1721 nombre de barrio, que fuera fundado por el ilustrísimo señor don Nicolás de la Torre y Mena.
Endurecida el alma del Mayordomo por el oficio que desempeñaba, y no alcanzándole la renta que percibía de su oscuro trabajo para comprar el aguardiente de caña que consumía, aprovechó los pregones que se dieron en la Villa concediendo una buena recompensa en oro a quien delatara a los esclavos que se fugaban, dedicándose a espiar a los negros cimarrones que se escapaban de las haciendas, para después dar parte a las Reales Salas del Crimen y cobrar la recompensa ofrecida.
En estos y otros pillajes pasaba el tiempo adquiriendo tan mala fama que los padrecitos de la iglesia de San José, dedicados en aquellos años a instruir y proteger a los vecinos del barrio, decidieron llamarlo para que asistiera a las ceremonias religiosas con el fin de ver si con las oraciones se suavizaba un poco el corazón de aquel sanguinario.
Pero el Encomendero en lugar de agradecer la solicitud y el cariño de los buenos sacerdotes; se dedicó a molestarlos escandalizando en mitad de la plazuela y apedreando las puertas y los hermosos vitrales del templo.
Una noche, en que el aguardiente de caña le había hecho mucho efecto, cuentan que ensilló una mula cerrera que tenía y a galope tendido entró en el jardín de la iglesita, haciendo pedazos los arriates y arrancando los rosales que en aquella época estaban llenos de flores.
Al otro día que los vecinos fueron a reclamarle, les gritó enfurecido que si no lo dejaban en paz la próxima vez iba a entrar a misa con todo y la bestia.
Durante las festividades religiosas celebradas con procesiones que recorrían el barrio, cuentan que el Mayordomo encolerizado por la fe sencilla y la devoción de la gente, salió de su casa montado en una mula cerrera, y hecho una furia empezó a azotar con un pesado látigo a las personas que iban en la procesión, no faltando algunos vecinos que perdida la paciencia arremetieron contra él, armándose un terrible escándalo y yendo a acabar el pleito en la fuente que había en el centro de la plazuela, donde fue arrojado con todo y su cabalgadura, llamándose desde entonces aquel lugar la Fuente del Renegado.
Rabioso por el resultado de su última fechoría, salió el mayordomo de aquel lance renegando a voz en cuello de toda la Corte Celestial y de los vecinos, y a tanto llegó su odio que cambió a puerta de su casa que daba frente a la iglesia, para la parte de atrás del callejón declarándose desde ese día enemigo jurado de los buenos sacerdotes que nada tenían que ver en sus enredos y tanto se preocupaban por la salud de su alma.
Sin embargo, en el barrio se comentaba que aquel desalmado tenía una debilidad. Decían los vecinos que cuando las campanas de la iglesita de San José repicaban, al mayordomo que era de ceño adusto y muy mal encarado se le suavizaba el rostro. En algunas ocasiones en que acompañado de bribones como él reñía o escandalizaba, se quedaba de pronto callado al oír la llamada del Rosario o el Toque de Angelus, y al preguntarle los amigotes que en qué estaba pensando, él respondía que la campana aquella se le metía en el corazón recordándole los lejanos días de su infancia, cuando de la mano de su madre iba a rezar a la Capilla de su pueblo.
Pero hasta ahí llegaban sus buenos sentimientos, una vez pasada la emoción del recuerdo que era muy breve, volvía a las andadas haciendo alarde de sus maldades y siguiendo tan perverso y sanguinario como antes.
Por aquella época en que la imaginación y las costumbres daban lugar a extrañas creencias, que los “vivos” y embusteros aprovechaban para llenarse los bolsillos de oro, se le ocurrió al Mayordomo dedicarse a adivino ya que con esta nueva profesión además de aumentar sus rentas, pensaba escandalizar a los padrecitos de San José, que llenos de humildad seguían llamándole hermano.
Unas cuadras arriba del barrio, precisamente en el lugar donde el Camino Real se bifurcaba formando las dos calles que desde entonces atravesaban la Villa, había una loma llena de huizaches muy a propósito para ejercer su nuevo oficio que en aquellos años era castigado con severas penas por los tribunales.
Allí, en una lóbrega casucha disimulada entre los árboles, empezó el aprendiz de brujo a vender amuletos y a curar la perlesía y el mal de ojo, invocando al demonio y consultando a las estrellas, haciéndose bien pronto de una buena clientela de incautos que les encantaba les tomaran el pelo y les leyeran la buena ventura.
Cuentan que la fama del misterioso curandero que de pronto había aparecido en el lugar, se extendió rápidamente por la Villa y que en las noches oscuras al amparo de las sombras, con la capucha sobre el rostro y envueltas en pesados mantos que las cubrían hasta los pies varias encopetadas señoras, llegaron hasta aquel cuchitril para consultar sus problemas sentimentales y conseguir ensalmos y filtros de amor que se le convertían al taimado Mayordomo en pesadas onzas de oro.
Desde el lóbrego sitio, veía el renegado por la ventana de su covacha entre los árboles, la cúpula y la torre de la iglesita de San José, que tenía en lo alto una cruz de hierro forjado pintada de verde y oía el alegre repique de la campana que se había metido en la conciencia recordándole sus pecados.
Poco tiempo llevaba de estar engañando gente, cuando empezaron a aparecer en el lugar brotes de calenturas malignas. Los pobladores que no habían olvidado la terrible epidemia de Fiebre Amarilla, que hacía apenas unos años asolara a la Villa de Córdoba, llenos de pavor se dedicaron a combatir la plaga por todos los medios que les fue posible, y allá fueron los incautos haciéndose ilusiones a consultar al brujo, que en pocos días mandó al otro mundo a varios enfermos.
Ya para entonces como tenía el vicio del aguardiente que lo hacía irse de la lengua, se había dedicado el falso hechicero a contar los secretos de su famosa profesión y los nombres de las respetables señoras que lo visitaban empezaron a correr de boca en boca por toda la Villa, armándose un terrible escándalo, y una tarde cansada la gente de tantos embustes y maldades, decidieron sin consultar a las autoridades, hacerse justicia por su propia mano.
Tanto los esposos ofendidos como los deudos de los enfermos y hasta los esclavos que habían sido delatados y marcados por aquel desalmado verdugo, se armaron de palos y sacaron al brujo de su vivienda.
Ahí mismo, en aquella loma con las ramas de los huizaches hicieron una cruz de leña verde, donde amarraron al hechicero que resultó ser el Mayordomo de la Encomienda, y sin piedad ninguna encendieron una hoguera para quemarlo vivo.
Ya estaba atado al cadalso y las primeras llamas empezaban a arder, cuando los padres de San José, avisados del horrible suceso mandaron a tocar las campanas pidiendo auxilio.
El Mayordomo temblando de pavor al oír los repiques volvió los ojos distinguiendo a los lejos la torre de la iglesias, y gritando con todas sus fuerzas empezó a confesar sus culpas y a pedirle a aquella Cruz Verde como la que habían hecho para quemarlo vivo, que tuviera misericordia de sus horribles pecados.
Cuentan los viejos relatos, que milagrosamente se apagó el fuego tres veces y cuando al fin ya la leña verde empezaba a arder, ahogando con el humo al infeliz brujo que no dejaba de invocar el nombre de la Cruz; un aguacero inesperado, torrencial y acompañado de rayos y truenos, cayó encima de la gente que huyó espantada dejando que la tormenta diera fin a su obra.
Después vinieron los padres de San José y se llevaron al hombre que medio chamuscado no dejaba de bendecir el signo de la fe.
Pasado algún tiempo en aquel sitio, alguien levantó una Cruz que a través de los años, cuando el lugar era reedificado, se conservaba siempre como un símbolo.
De estos sucesos nacieron más tarde las leyendas que hablaban de un malhechor a quien por sus horribles crímenes, el pueblo iba a quemar vivo en la Encrucijada del Camino Real, siendo conocido desde aquellos lejanos días de mediados del 1700 aquel famoso sitio en la Villa de Córdoba, con el poético nombre de la Esquina de Cruz Verde.