Córdoba: 400 años

Leyenda de la Mulata de Córdoba

Continuamos con las leyendas recopiladas por la escritora Rosita Galán Callejas, en esta ocasión hablaremos de la ya muy conocida leyenda de la Mulata de Córdoba, una hermosísima mujer de la que nadie sabía su procedencia, según cuentan los relatos, todos los hidalgos estaban prendados de su belleza, pero entremos de lleno a esta apasionante leyenda.

“LEYENDA DE LA MULATA DE CÓRDOBA”

Durante la época del Virreinato, medio siglo después que Don Diego Fernández de Córdoba, Marqués de Guadalcazar, décimo tercer virrey de Nueva España, por Real Cédula autorizó que fuera fundada allá por el año de 1618 sobre las fértiles tierras conocidas entonces como Lomas de Huilango, la muy noble y leal Villa a la que otorgó, entre otros privilegios, la dignidad de llevar por nombre su regio apellido, cuenta que había en el lugar una hermosísima mujer cuya procedencia nadie conocía.

No se sabe el sitio exacto donde vivía, aunque los viejos relatos aseguran que tuvo su casa en la Hacienda de la Trinidad Chica, que en aquellos años fuera propiedad de los marqueses de Sierra Nevada; otras consejas nos dicen que en una vetusta casona que abría sus puertas sobre el antiguo Callejón de Pichocalco, rumbo al Arroyo Pedregoso, más tarde llamado río de San Antonio, y su recuerdo hasta nosotros a través del tiempo, envuelto en el misterio y la leyenda, sólo con el romántico nombre de la Mulata de Córdoba.

Según los datos antiguos, era tan hermosa que todos los hidalgos del lugar estaban prendados de su belleza. De sangre negra y española, pertenecía por su nacimiento a las castas incluidas dentro de la clasificación, que en los trescientos años que duró la Colonia, fueron tratadas con desprecio y señaladas como inferiores por la ignorancia y la intransigencia de la época.

Sin embargo, dice la narración, que la Mulata de Córdoba era orgullosa y altiva.

La fantasía de los cronistas la imagina dotada de singular encanto, morena y esbelta, con esa gracia de formas que caracteriza a las mujeres africanas que habitan las regiones del Alto Nilo, quizás como el Príncipe Yanga de la tribu de Yan-Bara. De estirpe ibera habrá heredado también el porte regio del linaje español, los grandes ojos almendrados y llenos de misterio y la piel dorada y cálida, producto de la fusión de dos razas que al mezclarse pudieron dar forma a una mujer tan bella.

Asediada por sus encantos y perseguida por la envida y las intrigas propias de aquellos años, comentaban que la joven se vio precisada a llevar una existencia austera.

Por el color de la piel y la condición de raza, vivía ajena a todo trato social, extraña a las rancias costumbres de la época y alejada de los círculos donde las linajudas señoras, su presencia hubiera sido considerada como un escándalo y una herejía.

Sola y altiva, los recuerdos la evocan recorriendo a pie las polvorientas calles de la Villa camino al templo, o por senderos y veredas buscando las cabañas de los esclavos a quienes socorría y curaba, pues parece que era muy entendida en el arte de la medicina.

La Barranca de los Tres Lamentos, por el lado del Arroyo de las Piedras, el Carrizal de las Lagartijas rumbo a la plazuela donde años más tarde se construyó la iglesita de San José, el Paso del Ahorcado y el Peñón de los Zopilotes hacia la Villa de Amatlán de los Reyes, la Encrucijada de los Aparecidos por el rumbo de San Miguel Arcángel; la verían pasar presurosa bajo el ardiente sol del mediodía bordeando lomas y solares, acompañada por un chiquillo que le habría sido enviado para conducirla hasta el humilde lecho del pobre ranchero que solicitaba sus servicios.

A la luz de la luna, bajo el silencio de las estrellas, cruzaría la desierta Plaza Mayor escoltada por el mayordomo de alguna casa rica, donde en secreto era esperada con impaciencia por la orgullosa dueña que deseaba consultar los horóscopos.

En esta forma y con el correr de los días, la fama de la bella mulata se fue extendiendo poco a poco en el poblado. Bajo el largo y pesado chal donde ocultaba su rostro y la figura, no faltó quien adivinara, al pasar, los hermosos ojos grandes y llenos de misterio, y la boca sensual y roja. Pero en vano fue requerida de amores, las puertas de su casa permanecieron siempre cerradas para los enamorados galanes, y los caballeros mejor nacidos de la Villa se vieron rechazados teniendo que aceptar humillados su derrota.

Estas razones, que en otra dama de más alta condición, hubieran sido vistas como virtudes, en ella, de oscuro origen y que además vivía rodeada de enigmas, dieron lugar a que se tejieran a su derredor relatos y consejas.

En aquellos años de epidemias y calamidades, cuentan que valiéndose únicamente de las muchas yerbas que conocía, empezó a realizar curaciones que parecían maravillosas, a conjurar tormentas y a predecir temblores y eclipses, y pronto la superstición se encargó de decir que la hermosa muleta tenía pacto el diablo.

Como vivía sola y se ignoraba el origen del oro que gastaba y la procedencia de los costosos vestidos, que no obstante ser austeros, estaban hechos de finísimas sedas; y viendo que no admitía la protección de ninguno de aquellos opulentos hidalgos que la cortejaban, se dio por aceptado que la joven había otorgado sus favores al demonio, quien a su vez la llenaba de mágicos poderes.

Decían que por las noches en la casa donde vivía se escuchaban extraños lamentos, viéndose salir llamas de las cerradas puertas, y cuando alguna persona siguiéndole los pasos la espiaba por oscuros callejones y atajos, convertida en una horrible alimaña atacaba al curioso, perdiéndose después en las sombras de la noche sin dejar rastro.

Se comentaba también que había sido sorprendida al entrar a su vivienda volando sobre los tejados con la negra cabellera flotando al aire y envuelta en mágicos resplandores. Sabía fabricar filtros de amor y tenía poder para curar o hacer el mal de ojo, y su belleza que aumentaba de día en día, seguía siendo atribuida a sus malos tratos con el “señor de las tinieblas”.

En varias ocasiones fue vista simultáneamente en distintos rumbos de la Villa y hubo quien dio fe de haber hablado con ella en la Capital del Reino cuando la Mulata, que no se había ausentado de Córdoba, precisamente en esas fechas realizaba en el poblado algún extraño prodigio.

Todas estas consejas llegaron pronto a oídos del Tribunal de la Inquisición, muy severo en aquellos años con los adivinos y ensalmistas a quienes castigaba duramente en los famosos Autos de Fe, para escarmiento de embusteros y charlatanes, sin distinción de clases o personas, como había sucedido con Don Diego de Peñaloza, que no obstante ser gobernador de Nuevo México, por blasfemo y suelto de lengua fue paseado por las calles de la Capital del Virreinato, descalzo y sin capa ni sombrero, sosteniendo una enorme vela y arrastrando pesadas cadenas.

No sabemos si la Mulata fue sorprendida practicando la magia, pero los viejos relatos afirman que conducida al Puerto de la Vera Cruz, se le hizo encarcelar en el Castillo de San Juan de Ulúa para ser juzgada por hechicera.

En aquella vetusta fortaleza cuyos muros de diez metros de espesor que fueron empezados a construir en 1582 causaban horror a los prisioneros, pasaba las horas tras los pesados barrotes de su lóbrega celda custodiada por un antiguo carcelero.

Un día, la hermosa joven, quien a base de buenos tratos se había ganado la estimación de su guardián, le rogó amablemente que le consiguiera un pedazo de gis.

Extrañado al principio por tan raro antojo, pero deseoso de servir a su bella prisionera, el hombre llevó a la celda lo que se le pedía.

Dice la leyenda que la Mulata dibujó entonces sobre las sombrías paredes una ligera nave, que con la blancas velas desplegadas parecía mecerse sobre las olas.

Después, volviéndose al carcelero que preguntaba admirado qué significaba aquel prodigio, cuenta que la joven , con una encantadora sonrisa, le contestó que en ese hermoso velero iba a cruzar el mar y dando un gracioso salto subió a cubierta, diciendo adiós al asombrado guardián que la vio esfumarse con la nave por una esquina del oscuro calabozo.

Cuando el mágico relato, que pasando de boca en boca y llenando de asombro a los habitantes de la Villa Rica llegó a oídos de Don Pedro Nuño Colón de Portugal, Duque de Veraguas, marqués de la Jamaica y grande de España que por aquel año de 1673 había llegado al Puerto de la Vera Cruz, procedente de Ultramar, para hacerse cargo del virreinato, el anciano y noble Señor visitó el castillo de San Juan de Ulúa con el deseo de interrogar al extraño carcelero, dándose cuenta que el infeliz hombre había perdido la razón.

Abrazado a los herrumbrosos barrotes de aquella vacía y cerrada celda, repetía como un estribillo el mismo maravilloso episodio, saludando con la mano a su bella prisionera a quien veía perderse a lo lejos, libre y hermosa sobre la blanca espuma del mar.

Del fondo del recuerdo, a través de la bruma de los siglos y envuelta en los ropajes de la fantasía, la romántica figura de la Mulata de Córdoba, pasa ante nosotros altiva y misteriosa dejándonos un suave perfume de poesía y leyenda.

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