Córdoba: 400 años

Leyenda del Charro Negro

Y bien estimados lectores, seguimos en este espacio cultural dedicado a la señorita Rosa María Galán Callejas, poetisa y escritora cuyo legado es hasta nuestros días de trascendental importancia, y sin más preludios entraremos de lleno a la leyenda que lleva por título:

“LEYENDA DEL CHARRO NEGRO”

A principios del siglo XVIII por el año de gracia de 17|0, poco tiempo después de haber sido establecido en Nueva España por real disposición, el muy noble Tribunal de la Acordada, llamado así por haber sido creado en virtud de una disposición acordada por audiencia, con el fin de perseguir y castigar a los bandidos que en aquellos lejanos días asolaban las fincas de labor y los caminos de herradura, transitados en su mayor parte por Conductas que hacían el servicio de Posta y trasladaban desde la Ciudad de los Virreyes al Puerto de la Vera Cruz, el oro que era enviado a sus majestades; venía con destino a la Villa de los Treinta Fundadores, amparado por la protección del entonces Virrey Don Francisco Fernández de la Cueva, Duque de Alburquerque y Marqués de Cuéllar, un noble y acaudalado español llamado Don Lope de Urquizo, que había llegado al continente hacía apenas unos meses y que portaba cartas y sellos dirigidos a su Señoría el Cabildo, que en aquellos años aún andaba en interminables litigios de tierras de realengo.

Cerca del vado del Río Frío, un grupo de facinerosos que asolaban la región cometiendo infinidad de tropelías, asaltó la diligencia de Don Lope matando a todos los que en ella venían. El cabecilla de la banda de Urquizo con quien se encontró un asombroso parecido y arribó a la Villa de Córdoba después de haber usurpado los bienes y derechos de su infeliz víctima.

Amparado por la protección que el Duque de Albuquerque había otorgado, el falso Don Lope fue muy bien acogido en la Villa y con el oro robado que traía otro fin muy distinto, adquirió una casona por el lado del río San Antonio, sobre el vetusto callejón llamado entonces del Anima Sola, a una cuadra del respaldo de la Plaza Mayor, donde vino a avecindarse con su banda de malhechores, llegando a ser de la noche a la mañana señor de lugar y apellido, y dueño de caballos y carroza.

Por aquella época, y haciendo uso de los mercaderes y privilegios que por mandato real gozaban los fundadores de Villas y Ciudades, el Cabildo de Córdoba decidió nombrar Capitán de Guerra a un respetable caballero con quien el bandido procuró hacer buena amistad consiguiendo así la protección así la protección de la Real Audiencia, y dedicándose inmediatamente con su cuadrilla de salteadores a hostigar a los negros cimarrones de San Lorenzo de Cerralvo que andaban levantados, con el fin de granjearse la voluntad de los pobladores de Huilango.

Una vez asegurada su persona con estos ardides, al amparo de la noche empezó a asolar los caminos y encrucijadas del poblado, llegando tanto su audacia que en los mismos callejones del lugar desvalijaba a las Conductas Reales.

Todo vestido de negro a la usanza charra, con el ajustado pantalón recamado de brillante botonería, el ancho cinturón de lustrosa seda y la taleguilla corta bordada de plata, ocultándose bajo el oscuro antifaz y el amplio sombrero de ala, salía a la media noche del sombrío caserón en busca de sus víctimas, regresando antes del amanecer con el producto del robo y sembrando el terror entre los tranquilos habitantes de la Villa.

Al otro día visitaba las Casas del Cabildo y asistía a los Oficios religiosos procurando cumplimentar a las damas, que le sonreían complacidas, pues el tal Don Lope era de muy buena presencia.

En vano la Compañía de Milicianos procuraba echarle el guante, ya que el taimado bandido además de ser enterado por boca misma del Capitán de Guerra, de los lugares que iban a ser vigilados, lograba sonsacarle al confiado caballero información precisa del día y la hora en que los pesados convoyes, cargados de barras de oro, llegarían a la Villa; hasta que influidos por el ambiente y no pudiendo darle a aquel misterio otra mejor explicación, los habitantes de Huilango, muy dados a las fantasías, empezaron a hablar de espectros y hechicerías.

Entre tanto, el supuesto caballero Don Lope de Urquizo, para no despertar sospechas y ya que recibía la visita de los respetables hacendados del lugar, acondicionó el aljibe que había en el traspatio de su casa y en él empezó a guardar los tesoros robados.

Poco menos del año llevaba en estas andanzas cuando una noche en que regresaba de sus correrías, en el fondo de la casa, cerca del aljibe a donde había mandado a dos de sus esbirros a guardar diez botijas de onzas de oro, oyó carreras y gritos de espanto. Cuando llegó con los demás bandidos al traspatio se encontraron bien muertos a sus compañeros, cada uno de ellos tenía clavado en el corazón el puñal del otro.

Pensando que aquello había sido una riña de hombres, decidió sacarle partido pues era un individuo muy astuto y aprovechando las famosas desavenencias que por complacencia en las mediciones de tierra de realengo, ocasionó el tasador Don Francisco del Soto Calderón en el año de 1618 y que aprobó el Fiscal de la Audiencia, licenciado Don Juan Suárez de Ovalle, motivando un litigio que duró más de un siglo, hasta que por Real Cédula de 1681 su majestad católica Don Carlos II declaró por propia voluntad que la muy leal Villa de Córdoba no debía ser molestada, fallando el litigio a su favor en virtud de los muchos y señalados servicios prestados al Puerto de la Vera Cruz y a la Corona Española, siendo por ese motivo protegida de Monarcas; el salteador de caminos llevó los cadáveres de sus compañeros por el lado norte de la región, a los terrenos donde por aquellos días todavía pleiteaban el Cabildo y un caballero llamado don Juan Rodríguez de Mellado, acabando con esta engañosa maniobra de confundir a la Sala Capitular que ya empezaba a sospechar de su persona.

Quince días después, otro de los tres pillos que le quedaba, fue asesinado misteriosamente junto al aljibe. Luego de enterrarlo en el patio y temerosos los ladrones que alguien los estuviera espiando y pudiera ser descubierto el escondite, decidieron cambiar poco a poco de sitio sus tesoros.

Cerca de la media noche, el enorme portón claveteado del Callejón del Ánima Sola que se unía con el Camino Real por empinadas veredas, se abría silenciosamente y la negra carroza, cargada de oro se perdía en las sombras.

Dicen algunos que fue hallada por el rumbo de la Plazuelas de San Miguel Arcángel, donde cruzaba el río camino de Toxpan o de Santa Margarita; otros vecinos hablaban de haberla visto pasar al amparo de las sombras, precedida por el charro enmascarado que cabalgaba en un caballo negro como la noche por los linderos de la hacienda de Venta Parada, no faltando algún valiente que atisbara a los malhechores dándose cuenta que era oro lo que trasladaban de un lugar a otro, yendo alarmado a dar parte a la Sala del Capítulo, y una oscura noche en que los bandidos se preparaban a salir con parte de sus tesoros, mientras el postizo Señor de Urquizo enganchaba en el zaguán de su casa los caballos, impaciente porque sus camaradas no llegaban con el oro, fue al traspatio de la lóbrega casona donde encontró que los habían ahorcado colgándolos de un viejo laurel que allí crecía y viendo aparecer de pronto cerca del aljibe el ánima del verdadero Don Lope, a quien hacía cerca de un año él mismo había dejado bien muerto en el camino de Río Frío.

Como alma que lleva el diablo salió el bandido huyendo de aquel caserón embrujado, perseguido, según él mismo contaba, por el espectro de su infeliz víctima que con fiero rostro lo acusaba, pero al abrir la puerta de la calle se encontró con la Guardia Provincial que ya lo esperaba para pedirle cuentas de sus crímenes.

Temblando de pavor confesó todos sus delitos y como nadie creyó la historia aquella del aparecido, le achacaron la muerte de todos sus compañeros de fechorías.

Encerrado en una jaula hecha de pesadas vigas, como era costumbre proceder en aquellos años con los bandidos, fue exhibido en la Plaza de Armas a la curiosidad de los pobladores y juzgado por el Tribunal de Acordada que se encargaba de los asesinos y salteadores de caminos, siendo condenado por sus horribles crímenes a la pena capital.

No obstante, haber confesado la verdad de sus maldades, nadie logró hacerle decir los sitios donde guardaba sus tesoros, y aunque la vieja mansión fue perfectamente registrada, las autoridades nunca pudieron imaginar que el Charro Negro hubiera escondido parte de aquel botín en el traspatio de su guarida, dentro del viejo depósito de agua.

Allá por el año de 1714 que fue llamado en Córdoba, el año del diluvio, el poblado fue sacudido nuevamente por otro fuerte terremoto, que como el de 1694, destruyó Mesones y Conventos, hundiéndose el suelo de la vetusta casona donde contaban las consejas que apareció el famoso aljibe en que fueron halladas parte de las riquezas robadas por aquel desalmado, que después de haber asesinado en el camino de Río Frío al noble caballero Don Lope de Urquizo, a quien Don Francisco Fernández de la Cueva, Duque de Alburquerque y Virrey de Nueva España, envió al lugar de los Treinta Terratenientes don despachos y mandados; usurpó su nombre asolando los alrededores, engañando a los habitantes de la noble Villa y quedándose con un buen puñado del oro que desde las fabulosas Minas de la Valenciana en la histórica Guanajuato, pasó por el lomerío de Huilango rumbo al viejo continente para ir a enriquecer y llenar de esplendor las seculares Cortes de la lejana Europa.

Muchos años después decían los cuentos de aparecidos que en las noches oscuras, del lóbrego caserón que abre sus carcomidas puertas sobre el antiguo Callejón del Ánima Sola, en el respaldo de lo que fue el Convento de Santa Rosa, conducida por un extraño enmascarado, salía una carreta llena de onzas de oro que se perdía en las sombras de la noche a la alturas de la casa de los Calderón, y donde tal vez un día, como en el fondo del misterioso aljibe, se encuentre la otra parte de los tesoros de que hablan las viejas leyendas del Charro Negro.

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