Córdoba: 400 años

Leyenda del tesoro de don Dolores de Bobadilla y Cabrera de Solís

Y bien estimados lectores, seguimos con la transcripción de las leyendas de la señorita Rosa María Galán Callejas, y en esta ocasión toca el turno a la Leyenda del Tesoro de Don Dolores de Bobadilla y Cabrera de Solís, es menester recordar que las leyendas son relatos pertenecientes al folklore contemporáneo que, pese a contener elementos sobrenaturales o inverosímiles, se presentan como crónica de hechos reales sucedidos en la actualidad.

“LEYENDA DEL TESORO DE DON DOLORES DE BOBADILLA Y CABRERA DE SOLÍS”

En los tiempos de la Colonia, cuando la Villa de Córdoba era el lugar de parada para las Diligencias, que cargadas de onzas de oro, venían de la Capital de Nueva España rumbo al Puerto de la Vera Cruz; vivía a una cuadra de las Casas Reales, frente a un costado del caserón donde fue construido después el Colegio de Santa Rosa, un rico hacendado llamado Don Dolores de Bobadilla y Cabrera de Solís, hombre orgulloso y bien nacido, mayorazgo de familia emparentado con los Fundadores, de quien nos dice la leyenda, fue huésped a su paso por estas tierras el excelentísimo Duque de Escalona, Don Diego López Pacheco Cabrera y Bobadilla, Marqués de Villena, cuando allá por el año de 1640 vino al Continente para hacerse cargo del Virreinato.

Rodeado de blasones pasaba sus días Don Dolores, encerrado en aquella casona donde con el correr de los años, además de por sus títulos, empezó a ser muy nombrado en la Villa por su egoísmo y su avaricia.

Dueño del lugar en que vivía, que abarcaba la mitad de la manzana, era también Señor de Haciendas y Solares, y las rentas que recibía aumentaban sus riquezas que fue acumulando poco a poco, ya que no teniendo a su servicio más que a un fiel criado, pues temía que lo robaran, y siendo soltero por no gastar en mujer, todo el dinero que recibía iba a parar a sus arcones.

Junto con la avaricia tenía muy arraigado el vicio del juego y aunque no siempre ganaba era bastante afortunado con las cartas, y la vista del oro amontonado sobre el tapete de las apuestas lo hacía sentirse feliz.

Todos los viernes reunía en su viejo caserón del Camino Real a un grupo de amigos con los que pasaba la noche jugando y corría el rumor de que muchos caballeros habían dejado en estas veladas hasta la mitad de sus Haciendas.

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Sin embargo, el enorme zaguán claveteado de su casa, con tanto oro como en ella había, jamás abrió sus blasonadas puertas para socorrer a los enfermos o a los necesitados.

Temeroso de que el Tribunal de la Santa Hermandad que castigaba a los ladrones y jugadores llegara a sorprenderlo empleando tan mal su dinero, mandó cavar en el fondo del traspatio un pozo profundo, en mitad del cual abrió una puertecilla que daba entrada a un salón subterráneo al que se bajaba por medio de una ingeniosa máquina que el fiel sirviente manejaba desde afuera con una manigueta bien disimulada tras de un enorme pilar, tapando después el brocal del pozo sin dejar rastro del lugar donde se reunían los jugadores. Cuando antes del amanecer terminaba la tertulia, Don Lolo tiraba de una cuerda que hacía sonar el cántaro puesto sobre el brocal del pozo y el sirviente subía en aquel elevador improvisado a los caballeros, que embozados en sus capas españolas se perdían como sombras por los oscuros callejones de la Villa.

Un viernes del mes de febrero, cuando la niebla húmeda y espesa envolvía a la población como un pesado sudario; siendo ya pasado el Toque de Clamores, que desde la torre de la iglesia anunciaba a la Villa con un lúgubre tañido la Hora de Ánimas; alumbrados apenas por los viejos faroles coloniales que como amarillas velas ardían en las sombras de la noche, llegaron a la antigua mansión que abrió sus pesadas puertas con gran ruido de cerrojos los caballeros, que a pie y en grupos, o en majestuosos carruajes venían a probar fortuna en el ignorado subterráneo de la casa de Don Dolores de Bobadilla.

Aquella noche la velada prometía, pues además de los hidalgos que eran numerosos, algunas damas de conducta un poco atravesada y que gustaban de los juegos de azar, daban a la reunión mayor alegría y el viejo vino de Francia a hacer su aparición entre los convidados.

Afuera en la niebla de la noche el monótono grito del sereno que anunciaba las once y nublado, se confundía con el triste lamento de los perros callejeros que aullaban en las sombras haciéndole eco, cuando Don Lolo de Bobadilla, que había ganado casi la mitad del oro que en aquella velada se jugaba, vio en el fondo del salón mal alumbrado por ahumados candiles, a un nuevo invitado, que sentado cómodamente en un enorme sillón de alto respaldo, lo observaba sonriéndole. Como por las trazas aquel desconocido a quien supuso que alguno de los caballeros ahí presentes había llevado, tenía aspecto de hidalgo, Don Lolo contestó amablemente el saludo y continuó jugando mientras sus manos de avaro acariciaban con frenesí los doblones y la suerte a su lado como una favorita, lo seguía protegiendo.

De pronto, cuando ya no quedaban en las mesas de juego más que él, que medio embriagado abrazaba ya sin ninguna vergüenza el tesoro de sus ganancias y otros dos caballeros también afortunados, se dio cuenta que a su lado había tomado asiento el extraño personaje.

Era éste un hombre entre los treinta y cinco y los cuarenta años, muy bien parecido, alto, moreno y esbelto, y de hermosa nariz ligeramente aguileña, barba sedosa y puntiaguda y oscuros y penetrantes ojos.

Vestía todo de negro y la capa que no se había quitado estaba sostenida a sus hombros por dos pesadas cadenas de oro que remataban en un gran murciélago abrochado sobre el corazón. Sonrientes, aunque lastimados en sus bolsillos y en su orgullo, los demás caballeros que habían apostado esa noche sin medida perdiendo enormes sumas de dinero, rodearon a los que jugaban con el fin de ver en qué terminaba todo aquello.

Por espacio de otra hora más, Don Lolo de Bobadilla siguió ganando hasta que no quedaron en la mesa mátes que él y el caballero de la capa negra; pero el forastero parecía no tener prisa, inmutable y sonriente veía a su anfitrión temblar de felicidad cada vez que con las manos crispadas por la emoción recogía el oro de las apuestas; hasta que una dama, que con dulces ojos, observaba al apuesto desconocido, después de preguntar de quién era invitado y cuál era su nombre, comentó extrañada que la bolsa del caballero colocada sobre la mesa y de donde éste sacaba los pesados doblones, era demasiado pequeña y no terminaba nunca de vaciarse. Al hacer este comentario, una lúgubre carcajada subió rebotando del fondo del pozo hasta el salón de juego y todos sintieron un extraño frío, pero con la excitación de las apuestas fue olvidado enseguida el raro incidente.

Una hora después de este suceso, Don Lolo había perdido todo lo ganado y en la locura de su mala suerte, por más que sus amigos lo aconsejaron, jugó también el oro guardado arriba en sus arcones y todas sus Haciendas y Solares.

Entonces el caballero a quien todos suponían invitado del anfitrión, no teniendo ya compañero de juego hizo a los presentes una profunda reverencia preguntando si podía retirarse, pues al amanecer partía para la Peñuela, a donde estaba citado con el Alguacil Mayor y dos leguleyos para resolver asuntos de un litigio, teniendo que regresar a la Villa de Córdoba para cumplimentar a los Señores de Soto y Calderón, que lo habían invitado a tomar el desayuno y de quien él se preciaba ser familiar; yendo después al Mesón de la Balsa del Ángel donde se hospedaba para ordenar su carruaje, que el día anterior había sido llevado para una pequeña reparación a la herrería de los Cuatro Loros Huastecos; pidiendo ante todo, como caballero de noble condición que era, disculpas por su buena estrella con las cartas y ofreciendo bajo palabra de honor estar presente al siguiente viernes en ese mismo salón para dar a tan respetables señores, la oportunidad de reponerse de aquella mala pasada que les había jugado la veleidosa fortuna.

Don Dolores, medio enloquecido y sudando como un condenado, pedía en vano por caridad dinero prestado a los dieciocho o veinte caballeros allí presentes, pero aunque la voluntad era muy grande, los nobles hidalgos no tenían en ese momento en los bolsillos ni un solo “tlaco”.

Tomó entonces el caballero de la capa la cuerda del pozo y llamando al sirviente después de varios viajes subió el oro y algunos papeles escriturados con sellos y firmas que atestiguaban la entrega de Solares y Haciendas. Tras él, sin poder casi caminar y sostenido por su amigo el Marqués de Fonseca, pues sólo tres personas cabían en el ascensor, subió Bobadilla para hacer entrega de sus tesoros entre los que se cuenta había una vajilla de oro; y ayudados por el asombrado sirviente llevaron poco a poco los repletos arcones hasta el oscuro cubo del zaguán.

Una sola era la puerta de salida a la calle que tenía la casona y en aflicción el dueño olvidó subir la llave, que acostumbraba colgar para que nadie se ausentara hasta que él lo dispusiera, de una alcayata en la pared del salón; sudando de angustia sentado en la vieja banca del zaguán, pidió al amigo que fuera con el sirviente por la llave para que saliera el caballero y al mismo tiempo fueran sacados del subterráneo los demás invitados que habían quedado en la tertulia del pozo haciéndose lenguas de lo sucedido.

Cuando el marqués regresó trayendo la llave, junto con otros dos caballeros que con él salieron se quedaron horrorizados. Allí, sin más compañía que sus pecados, con los ojos desorbitados y el cabello revuelto, arañado y desgarrado el traje como si hubiera tenido una gran lucha, y echando espumarajos por la boca estaba Don Lolo, rascando en vano con manos ensangrentadas las losas del viejo zaguán y gritando que aquel hombre extraño era el demonio, que le había dicho que en castigo de su avaricia y sus feos pecados, iba a enterrar allí en la propia casa de Don Lolo, todo el dinero del juego y los arcones repletos de doblones; las escrituras de las Haciendas y la pesada vajilla de oro; después de lo cual, zarandeándolo con fuerza hasta dejarlo en aquel lastimoso estado, desapareció de su presencia dando un fuerte tronido y gritándole que empezara a rascar allí mismo, debajo de las losas del zaguán, donde encontraría la primera parte de sus tesoros. En vano los amigos quisieron sujetar a Don Lolo, que bufando como un poseído rascaba los pilares y los pasamanos de los viejos corredores de su casa, arrancando las cornisas de las puertas y escarbando en los quicios y en los peldaños de las escaleras.

Una vez traída la llave, uno a uno fueron los señores abandonando aquel lugar siniestro, donde habían sido testigos de algo tan espantoso como inexplicable, pues además de que la llave de la única puerta a la calle de aquel viejo caserón la trajeron ellos mismos del salón subterráneo, era imposible que un solo hombre hubiera podido llevarse, por muy fornido que estuviera, en el breve tiempo en que fueron y regresaron del pozo, todo el oro amontonado en el zaguán.

Y cuando al otro día discretamente se hicieron averiguaciones indagando en el Mesón del Ángel donde dijo hospedarse el caballero, y en la Peñuela acerca de la cita con el alcalde mayor y los ediles; lo mismo que en la herrería de los Cuatro Loros Huastecos, y aún con mucho sigilo y prudencia preguntando a los señores de Soto Calderón, por la salud de su distinguida pariente y visitante; se quedaron asombrados, pues nadie conocía al tal señor, ni había cita con las autoridades ni ningún nuevo carruaje en la herrería, y los condes de Soto Calderón contestaron muy cumplidamente que no tenían pariente alguno de tales señas y menos invitado en aquellos días a desayunar.

La madrugada de los horribles sucesos a la salida de la casa de Don Dolores de Bobadilla, cuando el Marqués de Fonseca que espantado pero muy encolerizado también salió a la calle persiguiendo no sabía a quién, vio junto a la acera apostado un carruaje con un hombre sentado en el pescante, y como al acercarse reconociera que aquella era la berlina del Físico de la Villa a quien frecuentaba, preguntó al cochero si no había visto salir momentos antes a alguna persona de la casa. El caballerango le contestó, que él llevaba más de una hora en aquel lugar esperando a su amo, y que fuera del mitote ya tan mentado en toda la Villa acerca del enorme gato negro que en la esquina de más arriba rumbo al río de San Antonio acababa de morder y arañar horriblemente a la Guardia de la Ronda que andaba haciendo la vela de las tres de la mañana; la calle, aunque oliendo a trapo quemado había quedado después de la zacapela de la casa mencionada y el señor Marqués de Fonseca no tenía que preocuparse con la historia aquella del gato fantasma, pues todas esas consejas no eran más que cuentos y leyendas de comadres y de brujas.

Con el tiempo la locura de Don Lolo de Bobadilla se fue haciendo tranquila. El fiel sirviente vivió a su lado hasta que fueron ancianos, pero para su desgracia también adquirió la manía de buscar el tesoro y no era extraño en mitad de la noche, escuchar a los dos viejos rascando las paredes y los rincones de la casa.

Vivían de la caridad de los amigos, pero decían las malas lenguas que a veces de la noche a la mañana, el criado que había salido la tarde anterior a mendigar un pedazo de pan para la cena, tuviera al otro día los bolsillos repletos de onzas de oro.

Vinieron después otros dueños a habitar la vieja mansión que con los siglos fue divididas, saliendo de ella cuatro grandes casas con sus corredores enlosados y sus patios españoles. Más tarde estas casas fueron habitadas por los señores Posada que vivían en la esquina; los Pontón, los Álamo y la familia de mis abuelos que ocupaba la última de las casas y que al hacerle una modificación, cuentan encontraron en el rincón de la cocina el oscuro pozo, profundo y sin fondo, con el salón subterráneo abovedado y construido sobre los pilares de piedra maciza, y en la pared del fondo pendiente de una enmohecida alcayata, una vieja y herrumbrosa llave. De lo cual fue testigo uno de nuestros notarios públicos.

Muchos años después en la tarde de un viernes del mes de febrero, cuando el chipi-chipi no nos dejaba jugar en el patio y en las caballerizas y por el frío intenso nos obligaban a tomar el chocolate de las cinco encerrados en el viejo comedor donde las alacenas como cuatro centinelas precedían la infantil merienda. La vieja nana nos contó esta leyenda, diciéndonos, para quitarnos el miedo que el relato nos había infundido, cómo el caballerango le dijo a aquel espantoso señor que salió persiguiendo el diablo…

-“Señor Marqués de Fonseca, no pase usted apuro. Todas estas historias no son más que puros cuentos y leyendas de viejas…

¿Qué no se dan cuenta? ¿Qué no te das cuenta?

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