*Se tiene que viajar para aprender. Camelot.
En pleno tiempo de pandemia, tomo un vuelo Veracruz-Ciudad de México-Mc Allen, voy a la frontera porque, como decía el difunto Juan Gabriel: a mí me gusta mucho estar en la frontera, muy temprano veo el amanecer de Veracruz, el sol nace fuerte, comienza a bordear la campiña de esa mugre autopista de Capufe, la que tiene atascos en sus casetas porque estos genios de la 4T, como lo eran los de Peña Nieto también, no le encuentran la cuadratura al círculo y los atascos son el pan nuestro de cada día. Dejo unos días el estado y Orizaba, llego temprano y el fotógrafo de Notiver, Beto Carrillo, me saluda y platicamos un rato, en lo que desayuno en El Lechero, un sitio bueno dentro del aeropuerto Jara de Veracruz, de memelas y picadas, un buen restaurante donde los huevos revueltos a la mexicana son una delicia, carones pero buenos, Beto me dice que, como en todo el mundo ha ocurrido, los aeropuertos trabajan a medio gas, las normas de la aviación cambiaron peor que aquel 11 de septiembre. Ahora es un peor enemigo, que ha cobrado más muertes que ninguno, vamos, para los americanos tienen más muertes que cuando su guerra de Vietnam. Allí aguardamos a que llegue el vuelo hacia la capital. En menos que lo pensamos, mostramos nuestros papeles, ahora hay que llevar un certificado médico como si fueras leproso, exhibir que no tienes coronavirus porque los países se protegieron de ese mal que azota a la humanidad, y que ahí van poco a poco derrotándolo cuando llegan las vacunas, que a Dios gracias, una hermana mía en Veracruz ya fue vacunada, adulta mayor.
SIN VOLAR AÑO Y MEDIO
Hacia un año y medio que no volaba, y eso va en contra de mi religión, cuando la pandemia nos resguardó y no salíamos ni a la esquina, vamos, este escribiente, que tiene como prescripción médica caminar 4 kilómetros diarios, lo hago la mayoría de las veces desde el jardín de mi casa, que es como el patio de mi casa, que es muy particular y se llueve y se moja como los demás. Surca las nubes el avión, como siempre enrutado deja ver a pocos minutos las alas y el Pico de Orizaba, oteo la mirada y me digo a mi mismo: allá vivo, allá me tocó vivir. Nubes impresionantes, será un día de calor en la frontera, el termómetro del celular nos indica los27 grados, es una frontera, me cuenta Silvia, mi amiga y chófer designada, que va por mí al aeropuerto, y quien acaba de pasar un cáncer de piel que allí va derrotando poco a poco, me cuenta que las heladas estuvieron durísimas, muy duras cuando el invierno norteamericano llegó y les paralizó Nueva York y todos los sitios donde cae nieve, como Salt Lake City, el lugar de los mormones de la Iglesia de Los Santos de los Últimos Días, la iglesia de Joseph Smith y Brigham Young, donde viven dos sobrinos míos, mi sobrina Eyrita, hija de mi hermana, que se casó con un buen mormón, Derek, médico dentista como el orizabeño Del Bosque o Zamudio en Xalapa, de aquellos sitios donde la nieve cae bellísima y donde si Dios me presta vida iré a darme una vuelta el próximo invierno, solo para ver caer esa nieve sobre el rostro, donde a los viejitos les abren el Mall por las mañanas para que vayan a caminar y ejercitarse ante las inclementes nevadas, sitio que una vez fue olímpico y que recorrí y conozco un par de veces, aquella vez que me comí un filete extraordinario en el rancho de Robert Redford, el Sundance Resort, abierto al público, pero esa es otra historia para otro día. Llego a Ciudad de México, el avión carretea y se acomoda en su gusano, descendemos, todos los pasajeros con cubrebocas, es el único sitio donde disciplinan al presidente AMLO, que siempre se negó a usar cubrebocas, y que tanto el como su pupilo Gatell, por rebeldes se contagiaron y a Gatell le fue un poco peor que al presidente, porque casi estuvo tres semanas con oxígeno, escondido, resguardado porque las enfermedades de México al parecer son asuntos de seguridad nacional y nada sabemos que no nos quieran decir. Hay filas en el aeropuerto, de gente que se hace sus análisis para volar al extranjero, creo que andan en unos 600 pesos, pesos más, pesos menos, yo traigo el mío de laboratorio orizabeño. Lo exhibo, lo muestro y a trepar a las nubes, como Cornelio Reyna, cuando se bajó de la nube en que andaba, como a 20 mil metros de altura. Historia para mañana.
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