El imperio de mi voluntad. Por las buenas, por las malas, por las peores. Ha de cumplirse mi capricho pues tus razones son inatendibles. Ahí van mis puñetazos, mis huestes, mi ejército. La ley está muy bien para las vitrinas judiciales, para otro momento, ¿no te lo advertí? La batalla campal del estadio Corregidora devela mucho del resentimiento que permanece guardado en el alma del mexicano. Tirria, animadversión, ¿odio de clase?
Algo muy similar es lo que estamos presenciando en el territorio ucraniano ahora que se cumplen dos semanas de guerra contra la invasión del ejército ruso. La estampa de Vladimir Putin pasará a la historia como la de uno de los dictadores más brutales, equiparable a Adolfo Hitler o el mismísimo Atila. No hubo entendimiento, nunca se pretendió tenerlo: una vez que Ucrania recuperó su autonomía soberana, a partir de la disolución de la URSS en 1991, la Rusia devastada optó por la democracia autocrática (es decir, la antidemocracia), lo más alejada posible de las democracias consolidadas del continente… Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia.
Los fracasos se pagan. La crisis económica en la extinta URSS era galopante. Mijaíl Gorvachov intentó corregirla con apertura y mayor participación civil (Perestroika, Glasnot) pero las medidas fueron insuficientes y, a la larga, inútiles. El accidente nuclear en la planta “Vladimir Lenin” de Chernobil, en 1986, fue la puntilla que aceleró la disolución de la gran patria de los soviets obreros. Entonces tenía 293 millones de habitantes, hoy le quedan 145 millones, desposeída de las naciones de Kazajistán, Azerbayán, Georgia, Bielorisua, Ucrania… y desprendida, igualmente, del escudo militar que le proporcionaban los países estrechados por el (también extinto) Pacto de Varsovia.
La invasión rusa a Ucrania pretendería, de algún modo, recuperar aquella seguridad estratégica perdida en el lapso de tres años (1991-94), ante el empoderamiento de la OTAN -su enemiga histórica-, que disfraza la presencia militar de los Estados Unidos en Europa.
El asalto estuvo muy anunciado, en tiempos en que ninguna movilización militar pasa desapercibida a los ojos del espionaje tecnológico. La concentración de 125 mil tropas rusas en la frontera con Ucrania (por cierto que la nación más extensa de Europa, con 54 millones de habitantes) no hizo más que prever el desenlace iniciado el 24 de febrero. Guerra para retroceder el reloj de la historia y dejar las cosas como antes de Gorvachov. Es decir, “rusificar” las fronteras con gobiernos-marionetas, como es el caso, ya, de Bielorrusia.
Lo de la “guerra de las barras” es igualmente irracional. El video que muestra a los porristas de uno y otro bando (Gallos y Atlas) persiguiéndose en la batalla campal registrada en la cancha queretana, dio la vuelta al mundo y nos muestra tal y como somos: un pueblo sanguinario, rijoso por naturaleza, casi irremediable. ¿O me equivoco? Guardados durante los dos años de la pandemia, los públicos futboleros han asaltado las tribunas con espíritu de vendetta. Gritar, sí, pero también agredir al equipo contrario por el solo hecho de participar en la justa deportiva. ¿No se repite eso a diario desde la tribuna de las reprimendas?
Se argumenta que, en el fondo, se trató de una escaramuza de don cárteles enemigos. Los de Jalisco y los del Bajío. Mucho peor, si fuera el caso, porque las bajas civiles de inocentes (al igual que en Ucrania), no vendría sino a ser indicio de que la guerra por el apoderamiento de los territorios (Ucrania, otra vez) es algo más que una consideración retórica.
Controlar el territorio, someter al adversario, avanzar de trinchera en trinchera, de barrio en barrio, de ciudad en ciudad. Una guerra de baja intensidad, donde la población paga indirectamente los asaltos de violencia y los refugiados abandonan el terruño, mientras el gobierno es, cada vez más, desgobierno.
Todos contra todos (en Ucrania, en las calles de San José de Gracia), que la ganancia será de los más audaces. Como siempre.