A veces mis hijos me invitan a ver alguna película en la sala de la casa de ustedes y por lo regular no acepto por dos cosas: o me duermo de aburrimiento o prefiero ver la película de la vida real que a veces se torna emocionante, cruel, terrorífica y con alto contenido de adrenalina para el oficio de reportero, en el cual me desempeño desde hace 36 años.
En mi adolescencia acudí a una sala de cine a ver un filme que se llama “Cuando el destino nos alcance”. Es una película futurista que narra, la vida miserable de la humanidad en tiempos futuros al grado que podían escoger entre entregarse a bien morir, con una rica cena y deleitándose en una sala pulcra con grandes pantallas de escenarios que en esa época ya no existían como el mar, la naturaleza, la fauna y flora a cambio de morir entregando el cadáver propio a una empresa que lo utilizaba para convertirlo en galletas que eran distribuidas entre el pueblo para que no muriera de hambre o perecer de inanición y enfermedades.
Actualmente quiero suponer que no son muchos ni frecuentes los casos de canibalismo, pero hay cosas que mueven a dudas y llego a preguntarme ¿Qué estoy comiendo? ¿Qué tanta honradez tienen las grandes empresas que nos venden los alimentos en forma masiva? ¿Son sanos, nutritivos y sin contaminación? O en contraparte ¿son alimentos altamente nocivos?
Hace unas semanas acudí a un centro comercial a comprar la despensa y me llamó la atención que en el área de pescados y mariscos había dos tipos de mojarras: la china y la mexicana. La primera blanquísima y la segunda rosada de en medio. Pregunté al empleado porqué la blanca y de origen chino era más barata y no me supo responder la pregunta.
Supuse entre mí: los cabrones chinos han de hacer una masa de todos los restos de pescado y mariscos, lo depuran con químicos para vendernos filetes de mojarra falsos.
Me equivoqué. En diversos sitios de internet se habla de un pez que se cría en Vietnam. Le llaman panga, también pez rata, debido a que es una mojarra Tlilapia manipulada genéticamente, criada en el río Mekong, en el cual se vierten enormes cantidades de contaminantes de alta toxicidad que es consumida por el pescado que los vietnamitas ya venden en decenas de países subdesarrollados y este pescado es consumido por millones de personas, principalmente de América Latina.
Cómo es posible que nos vendan esos alimentos en cadenas comerciales de alto prestigio a los que acudimos, si no a diario si cada fin de semana a surtir nuestra, cada vez más precaria despensa.
¿Por qué las autoridades sanitarias permiten esto? ¿Por qué nadie aplica exámenes para corroborar la calidad de alimentos que ingresan al país y máxime procedentes de los países asiáticos, proclives a vendernos porquerías?
La semana pasada, Profeco difundió los resultados de exámenes aplicados a latas de atún que son vendidos en los centros comerciales donde adquirimos nuestros alimentos y “descubrió”, esa dependencia que dice defender al consumidor que, de 57 presentaciones de atún, de diversas marcas 18 contenían soya sin que esto estuviera en la información que, por ley, la envasadora debe plasmar en su etiqueta. Por supuesto, las marcas que más porcentaje de atún tenían son las más baratas y que además llevan los nombres de las tiendas que los venden porque estos productos son maquilas que las cadenas comerciales les imponen a las envasadoras de diversos productos para obtener una mayor ganancia.
Pero Profeco se quedó corta porque no aplicó ninguna sanción a las envasadoras por esas acciones lesivas para el consumidor ni ordenó el retiro de miles de latas que se encuentran en los anaqueles y se siguen vendiendo al consumidor. Tampoco las obliga a colocar al menos anuncios donde se informe que está adquiriendo productos con soya.