El salario mínimo en México fue, durante demasiadas décadas, un símbolo de impotencia económica. Era la prueba tangible de que el modelo neoliberal había priorizado la estabilidad macroeconómica sobre la dignidad salarial. El 1 de diciembre de 2012, al inicio del sexenio de Enrique Peña Nieto, el salario mínimo diario era de 62 pesos, una cifra que apenas alcanzaba para comprar cinco kilos de tortilla. Ese nivel de ingreso, lejos de sostener una vida digna, funcionó como testimonio de una política que castigó a la fuerza laboral más vulnerable.
Cuando Peña Nieto dejó el poder en 2018, tras seis años de políticas tibias, el salario mínimo había aumentado a 88.36 pesos diarios. El incremento nominal no fue suficiente para revertir décadas de pérdida de poder adquisitivo: la inflación había absorbido gran parte de esos ajustes y las familias mexicanas seguían atrapadas en un círculo de precariedad y muchos años de estancamiento.
Entonces llegó la Cuarta Transformación, con una apuesta explícita: convertir el salario mínimo en un instrumento de justicia social, no en una variable de contención económica. Desde 2019, los aumentos han sido radicales, consistentes y continuos. El salario subió de 88.36 pesos en 2018 a 102.68 en 2019, con un incremento de más de 16 %, seguido de alzas de 20 % en 2020, 15 % en 2021, 22 % en 2022, 20 % en 2023 y otro 20 % para 2024. Para 2025, se acordó un aumento de 12 %, situando el salario en 278.80 pesos diarios y para enero de 2026 será de 315.04.
Estas cifras no son un mero reflejo de ajustes técnicos; son una ruptura histórica en la política salarial mexicana. Mientras el modelo anterior debatía tímidos aumentos por debajo de la inflación, la Cuarta Transformación colocó al salario mínimo como eje central de su estrategia de política pública. El resultado ha sido espectacular en términos numéricos: el salario nominal se ha multiplicado 3.56 veces en siete años, de 88.36 a 315.04, una velocidad sin precedentes en la economía mexicana.
No es casualidad que estos cambios hayan coincidido con avances sociales palpables. Entre 2018 y 2024, México registró una de las mayores reducciones de pobreza en años recientes, con millones de personas saliendo de condiciones de precariedad, un impacto que analistas atribuyen en buena medida al impulso de los salarios y la formalización laboral.
Este salto no está exento de tensiones ni de debates legítimos sobre productividad, empleo y competitividad. Pero negar la profundidad política de estos aumentos es ignorar la naturaleza de la Cuarta Transformación: poner a las mayorías en el centro de la política económica, en lugar de relegarlas a variables de ajuste para la tranquilidad de los mercados. El salario dejó de ser una cifra decorativa para convertirse en trinchera de cambio.
Hoy el salario mínimo tiene un peso simbólico y material diferente: ya no es una cifra mediocre que marca la sobrevivencia, sino una herramienta estructural para mejorar condiciones de vida. Esta es la verdadera ruptura con el pasado: no se trata solo de números más altos, sino de una política económica que reconoce que salarios dignos no son un lujo, sino una base para una sociedad más justa.
Hasta ahora, la Cuarta Transformación ha demostrado que sí se puede priorizar el ingreso de los trabajadores sin sacrificar la estabilidad macroeconómica. El debate ahora ya no es si subir salarios causa desastre, sino cómo garantizar que estos aumentos se traduzcan en verdadera prosperidad para todos. (fjchr20251218)











