Los Peruzzi forman una familia de aparceros que trabajan tierras propias de los antiguos condes Zorzi Vila, en la región del valle del río Po, en el norte de Italia. En 1904, el abuelo (nonno) asiste a una reunión socialista no permitida, en donde el orador, Edmondo Rossoni, es detenido junto con él. En la cárcel se hacen grandes amigos, hasta el grado de que el abuelo elige para sus hijos nombres de dirigentes socialistas.
Los Peruzzi viven en casoni, con grandes estrecheces, y cuando los líderes sindicalistas revolucionarios los obligan a subcontratar braceros en la misma propiedad y ellos se niegan, aquellos les incendian su almiar. Los Peruzzi se vengan incendiando su oficina y agrediendo a un viejo maestro de escuela, líder de esa facción.
La familia se multiplica y cuando Benito Mussolini, ya como presidente del Consejo de Ministros del gobierno, decreta en 1927 la devaluación de la moneda y con ello sume a los agricultores en la miseria, el conde Zorzi Vila aprovecha para expulsar a los aparceros y robarles sus animales.
Esta precaria situación de los Peruzzi no es privativa de ellos. La mayoría de las familias de la región véneta del norte de Italia padecen la misma miseria. Mussolini (quien ha creado el movimiento fascista), en 1928 decide emprender un ambicioso proyecto para dar una salida a este grave problema.
Al sur de Roma existe una extensión de tierra de unas 70 000 hectáreas, absolutamente abandonadas por insalubres. Es una inmensa extensión impenetrable de ciénagas y plagada de moscos anofeles que matan de malaria a quien osa incursionar en ella.
Con su incuestionable autoridad, Mussolini ordena la construcción de un gran canal para encauzar las aguas provenientes de los montes y logra el desecamiento de estos vastos pantanos, las lagunas Pontinas. Asimismo, organiza con extraordinario orden el reclutamiento y traslado de 30 000 aparceros, que son censados en los pueblos vénetos y transportados en tren hasta aquellas tierras, antes estériles y mortíferas, convertidas en parcelas productivas, ahora denominadas el Agro Pontino. A cada familia se le asigna un podere (una finca que irá pagando con su trabajo) de 10 hasta 40 hectáreas, así como una amplia casa de dos pisos, terminada con estuco, techos de teja, granero, establo, horno y mosquiteros, y una dotación de arado y animales de cría, carga y labranza. Asimismo, se construyen burgos, como pequeñas ciudades, habilitadas con cine, mercado, iglesia, oficina de vigilancia, taberna y todo lo habitual para satisfacer las necesidades de los habitantes.
La prosperidad llega a esa tierra prometida, y los habitantes se afilian sin ninguna duda al fascismo y aplauden e idolatran a Mussolini hasta designarlo como el Hombre de Italia y seguirlo y obedecerlo hasta en sus insanias, como la invasión a Etiopía y Libia (1935) y su adhesión al nazismo hitleriano, con el subsecuente involucramiento en la Segunda Guerra Mundial.
Los Peruzzi, como la mayoría, se sienten agradecidos con su salvador, y lo siguen sin dudas ni miramientos, aun a costa del tremendo sacrificio de ver a los hijos y nietos involucrados en aquellas sangrientas batallas.
Principalmente en la Segunda Guerra Mundial. En el año 1944, Italia se encuentra dividida: al sur, con el beneplácito del rey Vittorio Emanuele III que había firmado el armisticio y huido de Roma, el 22 de enero, 40 000 angloamericanos desembarcan en Anzio, frente al Agro Pontino, a 50 kilómetros de Roma. 600 000 soldados italianos son abandonados a su suerte. Los italianos repelen la invasión hasta que en junio los norteamericanos invaden Roma. Mientras, en el norte, los alemanes y el gobierno títere de la república fascista intentaban frenarlos como podían (389).
Cuando los habitantes del Agro Pontino se ven acorralados y diezmados por la invasión de los aliados, en el invierno de 1944, son evacuados y tienen que huir a las montañas. «Inundamos nuestros campos –los convertimos de nuevo en pantanos– para impedir que el enemigo desembarcara y pasara. Esa es nuestra historia» (390). Sus casas, sus tierras, sus animales, sus instrumentos de trabajo, sus pertenencias, todo es destruido: «Nuestro podere ya no se mantenía en pie. Estaba agujereado por todas partes, con el techo a cielo abierto, sin tejas, las puertas y ventanas arrancadas. Éramos un estorbo. Un peligro para nosotros y para ellos. Nos echaron. Mi abuelo se negaba. Quería quedarse» (398). Ahora tienen que vivir en cuevas, alimentarse de hierbas y raíces, de limosna.
Cuando la guerra acaba deciden regresar. «Volvamos a casa, volvamos a casa, repetía mi abuela… De una forma justa o no, la guerra había terminado. Habíamos sido liberados. Repito que nos habíamos defendido hasta el último momento para que eso no sucediera. Pero había acabado. “¡Vivan los libertadores!”, que nos trajeron enseguida maravillas para comer, alimentos que no veíamos desde hacía muchísimo» (402s). Pero, «Cuando volvimos a los campos, todo estaba arrasado, nuestros campos yermos y llenos de agujeros y cráteres por las bombas. Todavía había cadáveres por ahí. Todo estaba enterrado, las acequias, los colectores, los canales. Las carreteras, impracticables, el macadam, roto. Los puentes, derrumbados…Había que volver a fundar de cero la ciudad. Y volver a fundar y drenar el Agro Pontino… para volver a empezar de cero» (405).
Y la novela termina con una confesión: «Nos salvaron los americanos… Nos trajeron incluso la penicilina, no lo olvide. Y por supuesto también la libertad y la democracia, no lo niego. Les estamos muy agradecidos por ello, pero, si me lo permite, al menos por lo que respecta a los Peruzzi, nunca habíamos tenido ni demasiada libertad ni demasiada democracia antes del fascismo; dicho de otra manera: con el fascismo alguien nos escuchó, de lo contrario nadie lo habría hecho. Sin embargo, es indiscutible que debemos dar gracias a los americanos por la libertad y la democracia. Y sobre todo por el bienestar. Éste sí que nunca lo habíamos tenido. Sólo habíamos tenido hambre» (404s).
«Así es como nuestro Agro Pontino volvió a empezar, como se convirtió realmente en el Jardín Terrenal, en La tierra Prometida, en nuestra nación véneto-pontina».
Tierra de nadie es una novela de Antonio Pennacchi que narra la vida de tres generaciones, imbricadas con grandes (y horrorosos) acontecimientos históricos: explotación, discriminación, guerras, violaciones, pobreza, muerte, pero, al mismo tiempo, salpicados de una lluvia de anécdotas, a cual más interesante, de esos relatos que hacen la vida feliz a un buen lector.