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Una mujer italiana, Cabrini

Nueva York, a finales del siglo xix, se encuentra alarmado y saturado por la arribazón de casi un millón de inmigrantes italianos («una masa de miseria humana»), que han llegado huyendo de la «abyecta pobreza de Italia».

Palabras como invasión, emergencia, guetos, miseria, prostitución, hambruna, epidemia son comúnmente utilizadas por los periodistas para referirse a la situación de esos miles y miles de depauperados. Infinidad de muchachas recorren las calles de esos barrios en busca de un remedio a su pobreza, los hombres inútilmente ofrecen sus fuerzas ante una nula demanda y multitud de niños se refugian en las alcantarillas para escapar de las frías madrugadas.

Entretanto, en Lombardía, una ignorada mujer, la monja Francesca Xavier Cabrini, siente que su trabajo en favor de los pobres y enfermos del norte de Italia no son suficientes para calmar su angustia. En 1887 piensa en ir a China, pero el obispo Scalabrini y el mismo papa León XIII la convencen de viajar a Estados Unidos para tratar de enfrentar aquella miseria. El papa había recibido un informe sobre el ambiente en la ciudad de Nueva York como «teniendo todas las características de una trata de blancas». En 1889, la monja llega a los barrios bajos del puerto neoyorquino, donde es desolador el panorama de xenofobia, delincuencia, prostitución y explotación infantil. Aun pobre, enferma y desahuciada inicia su titánica labor atendiendo, prioritariamente, la hambruna y las terribles enfermedades que aquejan a aquellos miserables.

El afán y celo de la Cabrini, sin embargo, tienen que enfrentar un fuego cruzado de las autoridades religiosas y civiles: el obispo, el alcalde, el gobernador y hasta el presidente de la república se oponen a su trabajo. Aunque tienen bien sabido su mayoritario origen como emigrantes a los EE UU, ahora se niegan a prestar e, incluso, a que se solicite ayuda para estos nuevos emigrantes italianos. Su fortaleza, coraje y audacia la llevan a sacar agua de las piedras, y así, con tenacidad y sin arredrarse ante esos poderosos, logra levantar asilos, comedores, hospitales, fuentes de trabajo, y vencer la discriminación y la hostilidad contra los italianos.

La monja Cabrini murió en 1917, después de 34 años realizando esa labor, pese a que, a su llegada a Nueva York, el médico le había pronosticado solo dos años de vida.

Esta admirable labor de la monja es relatada en la película Una mujer italiana, Cabrini, del cineasta mexicano Alejandro Monteverde. Muy recomendable, no solo por la bien lograda realización, sino por ser un testimonio de vida de quien lucha por la dignidad de las personas, de todos los que, de una u otra forma, son víctimas del infortunio, de las estructuras políticas, sociales, religiosas, de la intransigencia y del despotismo de quienes se sienten dueños de bienes y vidas y de los que, incluso ridículamente disponiendo de los derechos humanos de quienes son emigrantes o descendientes de emigrantes, les niegan su propia nacionalidad y el derecho a pertenecer a la patria de sus padres o abuelos, patria que debieron abandonar, no porque así lo quisieran, sino porque esa misma patria no les hizo posible una vida digna. Emigraron no por falta de arraigo y amor, sino por la «abyecta pobreza» que es más fuerte que cualquier resistencia.

«Frente a las campañas hostiles y a la propaganda soberanista, es necesario dar voz a una Italia que no se ve, que no se conoce», en palabras de Mario Marazzati en su libro Puertas abiertas. Hay que pensar en los millones de italianos que se embarcaron para EE UU, Brasil, México y Argentina (a este país, solo de 1925 a 1929 fueron más de 200 000), y en estos países encontraron los brazos de otras patrias que los acogieron sin remilgos. Ahora, a sus descendientes es Italia quien los despoja de su derecho a su nacionalidad (Decreto 36 Tajani del 27 de marzo 2025). Frente a ese narcisismo que desprecia y cierra las puertas está una Italia que merece respeto a sus derechos inalienables.

Quien tiene una patria, justa, digna y amorosa no puede engreírse y olvidar que todos somos eventuales residentes del rincón que habitamos en este viajero planeta.

La historia de Francesca Xavier Cabrini es «una historia que prende fuego y anima a seguir peleando, cada uno por su lucha»: Alejandro Monteverde.

grdgg@live.com.mx

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