Y regresamos a la guerra de Troya, histórico modelo de un enfrentamiento entre pueblos que antes convivían sin mayores altercados.
Cuenta el eterno Homero en la Rapsodia VI de la Ilíada que, en el noveno y postrer año de la guerra, Héctor, «de broncínea armadura», el más preclaro héroe de las huestes troyanas, viendo que los aqueos avanzaban peligrosamente y amenazaban el arribo a la ciudad, se enfrentó a su hermano Paris-Alejandro para reclamarle que viviera encerrado en el palacio, disfrutando de su regalada vida al lado de la bella Helena. En el camino pregunta a las sirvientas por su esposa Andrómaca, «la de níveos brazos», y lo enteran de que «ella partió hacia la muralla, ansiosa, como loca, y con ella se fue la nodriza que lleva al niño». Corrió Héctor y «encontró a Andrómaca y a la doncella que llevaba en brazos al tierno infante, hijo amado de Héctor, hermoso como una estrella. Vio el héroe al niño y sonrió silenciosamente». Andrómaca, llorosa, dice Homero, se detuvo a su vera y asiéndole de la mano, le dijo: «¡Desgraciado! Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares, que ya no tengo ni padre ni venerable madre […] Héctor, ahora tú eres mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea, sé compasivo, quédate en la torre, ¡no hagas a un niño huérfano y a una madre viuda!».
Héctor, con el corazón compungido por este tristísimo lance, lleno de pundonor le contesta: «Todo esto me preocupa, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de floridos peplos si como cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo». Todo esto, dice Héctor, pesa en su corazón, pero más que a su muerte alguien llegue a exclamar al verla prisionera: «Esta fue la esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los teucros, domadores de caballos, cuando en torno de Ilión peleaban».
Y dejo a Homero describir esta tierna y conmovedora escena: «Así diciendo, el esclarecido Héctor tendió los brazos a su hijo, y este se recostó, gritando, en el seno de la nodriza de bella cintura, por el terror que el aspecto de su padre le causaba; dábale miedo el bronce y el terrible penacho de crines de caballo, que veía ondear en lo alto del yelmo»… Y nótense, estos cariñosos y delicados detalles: «Sonriéronse el padre amoroso y la veneranda madre. Héctor se apresuró a dejar el refulgente casco en el suelo, besó y meció en sus manos al hijo amado, y rogó así a Zeus y a los demás dioses: ¡Concededme que este hijo mío sea, como yo, ilustre entre los teucros y muy esforzado; que reine poderoso en Ilión; que digan de él cuando vuelva de la batalla: “Es mucho más valiente que su padre!”, y que cargado de cruentos despojos del enemigo a quien haya muerto, regocije de su madre el alma».
Y culmina la escena: «Esto dicho, puso al niño en brazos de la esposa amada, que al recibirlo en su perfumado seno sonreía con el rostro todavía bañado en lágrimas».
El amoroso Héctor, «compadecido, la acarició con la mano y así le habló: “¡Esposa querida! No en demasía tu corazón se acongoje… Vuelve a casa, ocúpate de las labores del telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo; y de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilión, y yo el primero”».
A continuación, el preclaro Héctor «se puso el yelmo adornado con crines de caballo, y la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y vertiendo copiosas lágrimas».
Un capítulo pleno de un profundo humanismo e infinita ternura, aún en circunstancias tan aciagas y desastrosas como es un episodio bélico. ¿Qué otra manera puede haber de exponer tan crudamente el dolor de un padre y una madre amorosos, y el espanto del inocente pequeñuelo que contempla a su padre en un momento tan crítico y doloroso, perfectamente retratado por Homero con las vestiduras de un guerrero? ¿Qué padre no sonreiría al ver el espanto que causa una indumentaria tan ajena a los juegos y sentimientos infantiles? ¿Y qué padre no implora a los cielos que su hijo sea ilustre, esforzado, poderoso y más valiente que él para enfrentar los desafíos de la vida?
A Homero debemos este pasaje tan lleno de humanidad, doloroso, pero tierno y pletórico de amor y esperanza, pasaje que indudablemente todo padre recrea al contemplar el rostro plácido de un hijo dormido.
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