Cuando los jóvenes iniciaban el bachillerato, al menos hace algunos años, cursaban una asignatura, la Lógica, que les guiaba en el fascinante mundo de la argumentación. Esta ciencia fue formalmente propuesta y sistematizada por Aristóteles, allá por el siglo IV a.C., y se nutrió con las intuiciones de filósofos anteriores a él, como Heráclito, Parménides, Zenón de Elea, Sócrates y Platón.
Aristóteles encontró que la mente humana no puede funcionar muy ordenadamente si no se ajusta a ciertos procedimientos que, al menos tentativamente, garantizan llegar a alguna conclusión que pueda ser una verdad o, al menos un acercamiento, a ella. Por eso mismo, a la Lógica la nombró Órganon, es decir, Instrumento, y la consideró un antecedente obligado para ingresar al aprendizaje de todas las restantes ciencias.
La Lógica aristotélica tuvo con el tiempo numerosas aportaciones que la hicieron más completa y precisa. Por ejemplo, la esquematización de los estoicos, la formulación de símbolos y esquemas, tablas y fórmulas, el rigor de los saberes de los filósofos medievales, modernos y contemporáneos, hasta llegar a la Lógica simbólica bivalente y polivalente. Y ahora se ha asomado la Lógica-no formal, esto es, las formas del pensamiento no occidental.
Con este bagaje, los estudiantes hacían lo que un maestro nos definió como Gimnasia mental. Así nos decía: como con nuestros ojos examinamos nuestros propios ojos, así la Lógica, pensando, nos enseña a analizar nuestros pensamientos para que ellos sean válidos y verdaderos. Válidos o correctos porque se ajustan a una normatividad, verdaderos porque se ajustan a los hechos, a las cosas en sí, más allá de nuestros sentimientos, afectos y pasiones, e intereses…
Qué lejos estamos ahora de esto. Qué anémicos están los alumnos que cursan el bachillerato sin el estudio de esta ciencia, qué huérfanos de maestros que se empeñen en enseñar a razonar correctamente y de alumnos que descubran que se puede pensar, sí, con una lógica natural, esa que tenemos o adquirimos por mímesis, pero que su estudio sistemático y metódico nos proporciona seguridad y confianza en nosotros mismos y nos permita entender el procedimiento del resto de las ciencias humanas.
Los griegos, patriarcas de muchas ciencias y artes, enseñaban a sus jóvenes el arte de polemizar, es decir, de combatir, pero en el terreno de las ideas. Polemizar es confrontar, poner frente a frente los conceptos, las teorías, las opiniones para, de esta manera, llegar a un punto de convergencia, o al menos, a un punto de mutuo respeto. A ser tolerantes con lo diferente, con el error, pero no con la intolerancia.
Así fue la didáctica del buen Sócrates, cuya pedagogía se asemeja al trabajo de las parteras, estas invaluables mujeres que calman los dolores de las parturientas y las conducen, paso a paso, al alumbramiento, a la iluminación, al «descubrimiento»: Aletheia, como llamaban a la verdad. Para ello, es indispensable saber el arte de la argumentación, y este solo se aprende mediante el estudio de esos procedimientos que enseña la ciencia lógica. Un argumento, según el diccionario de la Academia del español, es un «Razonamiento para probar o demostrar una proposición, o para convencer de lo que se afirma o se niega». Y para ello una afirmación o negación pueden seguir el camino de la demostración o de la verificación, según se trate de creencias, opiniones y teorías del ámbito de las ideas, o de los hechos.
Con el Nuevo Marco Curricular Común de la Educación Media Superior 2023 (bachillerato) se despoja a los jóvenes de un instrumento que los puede acercar a descubrir el engaño que se reviste de verdad, los expone a depender y asumir como válidas las explicaciones tendenciosas de los sucesos económicos, políticos, artísticos, etc., que forman el medio en que se vive, y los deja con un mosaico incoherente de absolutos (dogmas encubiertos) que no les reportará claridad ni consistencia en su vida, y los dejará inermes ante cualquier variante de manipulación.
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