Después de un año, y gracias a que le concedieron el Premio Nóbel de Literatura, pude conseguir el libro La clase de griego, de la coreana Han Kang. Fue, de todos sus libros, el que más me interesó, aun sobre La vegetariana, ensalzada a más no poder por la propaganda. Al empezar a leerlo, me vino a la mente (y al corazón) aquel lejano año en que cursaba el bachillerato, con aquellas clases de griego y latín impartidas por quien sigue siendo mi maestro y hermano.
Unos minutos antes de finalizar cada clase de griego, tomaba un robusto libro y nos leía, con la entonación que la emoción le provocaba, las rapsodias de la Ilíada, libro maravilloso que vuelve a estar ante mis ojos para cumplir mi promesa de repetir su lectura al iniciar este 2025.
Conservo la publicación de la Editorial Jus, de 1960, con los dos libros homéricos, la Ilíada y la Odisea, traducidas directamente del griego por Luis Segalá y Estalella y con una impresionante introducción-estudio (de 391 páginas) del sabio polígrafo español José Almoina.
Y transcribo de memoria el inicio: «Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, cólera funesta que causó incontables daños a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves, cumpliéndose la voluntad de Zeus, desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles».
Y de allí arranca el rapsoda Homero a preguntarse ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? Y responde: El hijo de Zeus y de Leto (Apolo), que obtuvo el asentimiento de Zeus haciendo tal solo un gesto con su robusta testuz, ante la súplica que la madre de Aquiles, Tetis, logró por mediación de Hera, «la diosa de los brazos de nieve» (la mismísima y celosísima esposa de Zeus), para que el Atrida Agamenón resarciera el daño causado a su hijo Aquiles. Ya sabemos que la terrible guerra entre aqueos y troyanos se originó por un episodio simpático: el famoso rapto de Helena, esposa del rey aqueo Menelao, por Paris, el hijo junior de Príamo, rey de los troyanos.
Muy lejos de ser la Ilíada una simple y hollywoodesca historia de violencia y pasiones desorbitadas, es un inmenso y bello canto a la libertad. Nadie como Homero hizo ver que los dioses no van más allá del cerco que les marca la Necesidad, y que esos seres, no por sentirse divinos y gozar de inmensos poderes, dejan de ser débiles criaturas, poseídos por los mismos defectos y las mismas pasiones y debilidades que los simples mortales, aunque ellos habiten en el Olimpo y nosotros en este mundo, que de «mundo» cada vez tiene menos.
Como cierra el erudito autor de la introducción mencionada: «Leer a Homero contribuye a liberarnos en buena parte de la abrumadora asfixia que nos produce ese cerco y asechanza continuos de un mundo que pretende crecer físicamente nada más, cada vez con mayor menoscabo del espíritu y de aquella libertad del día, preocupación de Héctor al despedirse de Andrómaca. Procuremos que no esclavice nuestras almas el cautiverio de esos cepos horrendos y groseros del ciego materialismo, y hagamos todo lo posible por salvar los tesoros que aquellos contienen, dones de Dios que debemos no solo conservar sino acrecer.
»Homero es nuevo cada mañana. Asomados a su alféizar podemos contemplar siempre el nacimiento de Eos “de rosados dedos” (la Aurora) que, desde la perennidad clásica, nos sigue enviando mensajes de una vida guiada por elevados ideales humanos, y quizá no hubo época más necesitada de ellos que la nuestra».
Y releo la Ilíada este 2025, en gratitud a Homero y a un maestro que, siendo yo un adolescente, me indujo a ello.