Climent es un violinista que ama su profesión. Ese día se encuentra en Cracovia, ciudad de notables músicos, donde se interpretan obras de Mozart, para conmemorar un año más de la muerte de este gran compositor austriaco. Junto con otros compañeros interpretaron la sonata que Mozart escribió para una violinista a la que admiraba, Regina Strinassacchi.
En la segunda parte del concierto, escuchan a una mujer mayor interpretar, como solista, la Sinfonía concertante KV 364. La ejecución llama poderosamente la atención de Climent por la afinación excelente y, sobre todo, por el sonido del violín, tan especial, íntimo, suave, aterciopelado y pleno, dulce al tiempo que doloroso.
Al otro día, al encontrarse nuevamente con la violinista al término de una clase maestra, ella, «que tenía los ojos tristes cuando no tocaba», se acerca a Climent: «la mujer me puso el violín en las manos; su violín. Lo probé: las cuerdas me respondían tal como se lo pedía, como el barro dócil responde a las manos que lo modelan. Era una pequeña maravilla. —Supongo que no querrías desprenderte de él. —¡Por nada del mundo! —me contestó—. Aunque me muriera de hambre. Es todo lo que me queda de mi familia. Sí —continuó—, este violín lo hizo mi tío Daniel, con las medidas de los Stradivarius. ¡No lo cambiaría por nada! —Claro, ahora entiendo que lo valores tanto. —Oh no, no puedes entenderlo. Para eso necesitarías saber toda la historia—. Una inmensa sombra de tristeza le nubló los ojos claros y acentuó las arrugas de su bello rostro. Se pasó la mano, innecesariamente, por la melena de cabellos rubios y plateados. Respiraba muy de prisa, casi con fatiga».
Días después, por mediación de una amiga común, la violinista, Regina, le hace llegar a Climent un manuscrito en el que le narra la historia de aquel maravilloso instrumento, fabricado por su tío Daniel en el campo de concentración de Auschwitz.
Recluido por el solo delito de ser judío, Daniel tiene que vivir la misma tragedia de millones de conciudadanos a manos de feroces testaferros del tirano Hitler. El comandante de este infierno, Sauckel, al enterarse de que Daniel es «carpintero» lo manda construir unos invernaderos y a arreglar las puertas de su casa.
Por la llegada de un antiguo vecino, el mecánico Freund, Daniel se entera de que su pequeña sobrina, Regina, ha sobrevivido y se encuentra protegida en casa de un músico, amigo suyo. Esto representa una razón para soportar su desgracia.
Un día el comandante nazi celebra una fiesta en su casa y exige a un trío de músicos que la amenice. Bronislaw, un pobre violinista, realiza una pésima ejecución y, cuando el Monstruo está a punto de castigarlo, Daniel, sabiendo la terrible suerte que le espera a aquel músico, interviene para justificarlo arguyendo que todo había sido a causa de que el violín estaba dañado. El comandante le dice que, si es así y él sabe lo que debe hacerse, tiene un día para arreglarlo. Daniel lo repara y el comandante, satisfecho, le manda construir un violín en un tiempo muy breve, un violín «tan bien hecho como si fuera un Stradivarius».
Daniel enfrenta el trabajo con muchas limitaciones, en jornadas exhaustivas y bajo constantes amenazas. A pesar de la situación tan adversa, encuentra en esa labor de lutier, que era su verdadera vida, una razón para soportar el terrible cautiverio, las penurias y las permanentes humillaciones, aparte del cotidiano temor a ser sometido a los experimentos que un médico ensaya con los prisioneros. Al mismo tiempo, Daniel demuestra con su vida que, aun en las peores circunstancias, la música puede ser una tabla de salvación, de supervivencia y hasta de goce y alegría.
Pasaron los años y algunos de aquellos miserables, víctimas inocentes de mentes demoníacas, lograron sobrevivir. Un día, un violinista, superviviente de aquel infierno, escucha a un trío en un concierto, «pero cuando el violín, solo, comenzó el segundo movimiento, mientras escuchaba y retenía, inconscientemente, cada nota, su pensamiento se preguntaba dónde había escuchado esos sonidos… No, el trio era nuevo, la obra de Climent sin estrenar. De golpe, como relámpago, lo supo: aquella desconocida tocaba el violín de Daniel, el violín del lager. Estaba seguro, no hacía falta que le dijeran nada… La violinista se le acercó, acabada la preciosa interpretación: «Mire el violín, ¿a que lo reconoce? Soy Regina, la hija de Daniel… ¿La hija? Él me había hablado de una sobrina… Yo, dijo el violinista, he querido olvidarlo todo, pero no he podido». Y saltó la pregunta que tantas veces lo había angustiado: ¿Sobrevivió Daniel?
Y en los diez últimos párrafos de esta pequeña y emotiva novela, la escritora Maria Ángeles Anglada desvela la suerte de aquel extraordinario violín, construido en la caverna de la insensatez humana.
(Un 27 de enero de hace 80 años marcó una fecha inolvidable, especialmente para los sobrevivientes del campo de concentración de Auschwitz, en Cracovia).
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